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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Nunca son inocentes las palabras

UNA GUERRA es siempre una guerra, por muy distintas que sean las modalidades que pueda adoptar la lucha armada entre dos o más Estados, entre dos bandos de un mismo Estado o entre una organización terrorista y un Estado en tiempos de globalización. En ningún caso hay guerra si no hay lucha armada entre dos; es decir, si no hay reciprocidad en los medios: la hubo en Irlanda cuando el IRA y los unionistas recurrían a las armas con similares resultados de muerte y destrucción en uno u otro bando. No la había en Euskadi cuando representantes políticos de los ciudadanos eran asesinados por una organización terrorista.

Porque no había guerra, no puede haber tregua ni proceso de paz. Tregua es un acuerdo temporal de suspensión de hostilidades entre dos bandos, de la misma manera que paz no es otra cosa que cese definitivo y recíproco de la violencia. Un terrorista no puede firmar la paz más que con alguien que lo combate por los mismos medios; ante una posible víctima desarmada sólo puede desistir de matarla. Y eso es lo que define el momento actual: el desistimiento del uso del terror por una organización que había vinculado la consecución de fines políticos a la comisión de asesinatos, fueran selectivos contra sus adversarios políticos, o indiscriminados, dirigidos a propagar el terror entre la población.

Entonces, ¿por qué se habla de guerra, de tregua, de paz? Dejando aparte las disquisiciones de politólogos, es evidente que todo lenguaje político cumple una función de creación y transmisión de sentido. Para ETA se trata de proceso de paz porque los Estados francés y español son Estados terroristas que han convertido "a sangre y fuego" a los vascos en sus súbditos; en esta lógica, una acción judicial será un "sabotaje al proceso de paz". Sean cuales fueren las razones que hayan determinado la renuncia de ETA, cuando se define como "estrategia de guerra del Estado español" la actuación de la policía o de los jueces, lo que se pretende es dotar a sus crímenes de legitimidad retrospectiva para volver a casa como héroes y mártires.

Ante un desistimiento con visos de definitivo, un Gobierno responsable tiene la obligación de explorar todos los caminos. Hay quien dice que como el lenguaje no mata, ¿qué más da hablar de fin de lucha armada, de proceso de paz? Para los que piensan en estos términos no hay mejor modo de facilitar el célebre proceso que encontrar un lenguaje común que engrase las vías de comunicación entre dos partes en guerra con objeto de poner definitivo fin a la lucha armada. Por eso, quien afirme que nunca son inocentes las palabras y proteste por su uso equívoco no será más que alguien fuera de la realidad, alguien que no entiende de política, un moralista.

Pero las cosas son algo más complicadas, y no basta un vulgar argumento ad hominem para despreciar las reticencias de quienes consideran una cesión asumir el lenguaje de los terroristas. Porque en política -que dice siempre una relación de poder-, cuando se cede en las palabras es porque se esboza una cesión en los hechos. Llevamos unas cuantas: anuncio por sorpresa del PSE-PSOE de iniciar conversaciones con los dirigentes de Batasuna, incumplimiento por el presidente del compromiso de plantear en el Congreso el inicio de las conversaciones con ETA, foto del PSE con Batasuna antes de que se cumplieran los requisitos previamente exigidos para sentarse a la misma mesa.

Todo esto parece indicar que el presidente del Gobierno reproduce en el proceso abierto en Euskadi un elemento central sobre el que pivotó la insólita elaboración del Estatuto catalán. No había que emperrarse con el término nación, pues guardábamos en la despensa hasta siete u ocho fórmulas equivalentes. Mejor barra libre a las palabras. Ocurría entonces, no que el presidente no tuviera un plan, sino que presumía de no tenerlo; que estaba a verlas venir. Luego se vio que hablar de nación tenía su intríngulis y que las barras libres suelen acabar en imponentes resacas.

Cierto, la resaca durará una generación y de Estatut nadie hablará en décadas. ¿Pasará lo mismo en Euskadi? ¿Por qué no hablar ahora de fin de la guerra, de tregua, de paz, de derecho a decidir, como antes se habló de nación? ¿Por qué obstinarse en hacer de las palabras una cuestión previa? ¿Quizá porque las palabras son inocentes? Ni lo son, ni podrán serlo: quienes las pronuncian llevan a sus espaldas una larga historia criminal, y sería una profunda irresponsabilidad pensar que valdrá cualquier martingala de última hora para llevar a buen puerto este sedicente proceso de paz.

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