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Reportaje:

Canarias, el paraíso amenazado

Las islas confían en la prevención y los traslados de inmigrantes a la Península para preservar el negocio turístico

Un olor punzante, a madera podrida, llega del fondo del puerto, donde acaba de atracar el Benchijigua Express, catamarán con capacidad para 1.300 pasajeros, procedente de La Gomera. Es una de las joyas de la naviera Fred Olssen, de quilla afilada y líneas modernas, capaz de cubrir en un suspiro la distancia entre las islas de La Palma, La Gomera y El Hierro desde este puerto de Los Cristianos, al sur de Tenerife, uno de los puntos neurálgicos en las comunicaciones del archipiélago. La operación de desembarco ha sido rápida y puede que ningún pasajero haya percibido ese olor que viene del extremo del muelle, donde una excavadora tritura un cascarón de madera pintado de verde. Es uno de los últimos cayucos llegados esta semana a Los Cristianos con un centenar de inmigrantes a bordo. "Hoy hemos acabado con tres", dice uno de los obreros -cubierto con una mascarilla- que borra del mapa estas embarcaciones convertidas en trágico símbolo de este verano canario. Mientras Galicia luchaba contra las llamas y en el Mediterráneo los bañistas se enfrentaban a una invasión de medusas, los canarios asistían angustiados a la avalancha de cayucos. Un fenómeno antiguo, que ha crecido de forma pavorosa.

Mientras un lujoso barco arriba a Los Cristianos, en un extremo del puerto se tritura un cayuco que llegó repleto de subsaharianos
Nadie, ni siquiera los empresarios turísticos, tiene estómago para calcular costes mientras los subsaharianos se siguen jugando la vida
"Me importa un pito que se hunda la industria turística", dice una joven en la playa. "Lo que me importa es el drama personal de esta gente"

Lo que hace años era goteo lento y distante de pateras, desembarcando diez, doce marroquíes, senegaleses, guineanos o gambianos en las playas de Fuerteventura, se ha convertido en arribo casi diario de embarcaciones con 80, 90, 100 o más subsaharianos en Tenerife, la isla mayor del archipiélago, donde reside el Gobierno autonómico. También Gran Canaria, La Gomera y El Hierro han recibido su cuota de drama en forma de cayucos cargados de jóvenes exhaustos, cuando no muertos, procedentes del África occidental.

Canarias asiste impotente a estos desembarcos masivos que provocan alarma y compasión a partes iguales y ponen en evidencia una realidad geográfica que hasta ahora había quedado fuera del inconsciente colectivo. Como explica José Fernando Rodríguez de Azero, presidente de los empresarios canarios: "Siempre hemos mirado a Europa. Fuimos los primeros en establecer acuerdos comerciales con el Reino Unido, con Alemania, con Francia. Y ahora, de repente nos despertamos y nos damos cuenta de que lo que tenemos al lado es África".

Los puertos de Senegal y Cabo Verde de donde salen los cayucos cargados de jóvenes inmigrantes están más cerca de Canarias que Madrid y Barcelona, o que Londres o París. Por tanto, habrá que prepararse para lo peor. "Aunque se hagan bien las cosas, como al final se han hecho con Marruecos, el problema tardará por lo menos quince años en resolverse", reconoce este empresario, que no oculta su temor por el impacto de esta crisis en el principal motor de la economía canaria, el turismo, que representa el 37% del PIB regional y que, asociado a los servicios, genera el 80% de toda la riqueza canaria. Si los cayucos siguen llegando, ¿qué va a pasar con este paraíso turístico, sometido a una fuerte competencia, que recibe anualmente doce millones de visitantes?

Seguridad ante todo

"Este año no está yendo mal. Aquí tengo los datos oficiales. El turismo en las islas aumentó un 3,4%, somos el tercer destino español, y los hoteles están en torno al 76% de su capacidad". Ricardo Fernández, gerente de Ashotel, la patronal hotelera de Tenerife, no es nada catastrofista, aunque admite que existe "preocupación" por la crisis de los cayucos. "La industria turística es la industria de la seguridad por excelencia, todo lo que represente una amenaza la afecta", reconoce. Por eso confía en que más patrulleras, nuevos radares y una política de prevención adecuada lograrán detener este flujo indeseado. Sobre todo porque el archipiélago no está en condiciones de absorber mucha más mano de obra. El crecimiento económico de los últimos años -un 5,5% anual- ha bajado a la mitad, y sobre el turismo, que ha dado trabajo y prosperidad a las islas, junto a los fondos europeos, se ciernen algunos nubarrones.

Cada año es más difícil llenar esas 160.000 plazas hoteleras de Tenerife, otras tantas de Gran Canaria, 100.000 de Lanzarote, 70.000 de Fuerteventura. Una oferta enorme que, pese a la moratoria aprobada por el Gobierno autónomo hace tres años, no deja de aumentar. Camino de Playa de las Américas y Los Cristianos, un mar de grúas indica las promociones en marcha. En el sur de Gran Canaria, el panorama es el mismo. Arguineguín, adonde han llegado exhaustos centenares de inmigrantes esta misma semana, no para de crecer. En el centro del pueblo, en su día modesta localidad pesquera, se ven nuevos edificios de apartamentos, y las grúas asoman entre los flamboyanes, los dragos, las palmeras y las buganvillas.

En el puerto, bajo la solanera, dos naves de Salvamento Marítimo esperan que se produzca un aviso para intervenir. Uno de los tripulantes cuenta que su trabajo es difícil y arriesgado. Rescatar cayucos en alta mar no es cosa de broma, y encima, traer a sus ocupantes sanos y salvos a puerto no genera especial entusiasmo. Y es que la gente tiene miedo de esta nueva avalancha. Pese a las buenas palabras de las autoridades y la corrección política que se impone, la alarma social está aumentando en Canarias. "Ya hemos tenido que llamar varias veces a la policía porque nos entraron chicos subsaharianos", dice la recepcionista de un hotel de cuatro estrellas de Las Palmas. Vicente Zapata, director del Observatorio sobre la Inmigración de Tenerife (Obiten), creado hace cinco años para estudiar este fenómeno, cree que estas voces alarmistas no representan a la mayoría. "Ése no es el espíritu canario. Nosotros somos casi todos descendientes de inmigrantes. Por aquí pasan todas las corrientes migratorias. Por eso Canarias es un magnífico laboratorio para gestionar el fenómeno. Pero no se hace. Retenemos 40 días a los inmigrantes irregulares y no se les enseña nada en ese tiempo".

En la crisis actual hay elementos especiales, como defiende José Segura, catedrático de termodinámica, viejo militante socialista y actual delegado del Gobierno en Canarias. "No estamos ante un fenómeno de inmigración irregular, sino ante una crisis humanitaria con otros componentes". Son 800 millones de personas los que viven en el África negra, razona; por lo menos 200 millones viven bajo el umbral de la pobreza y, aunque sólo el 1% de ellos se planteara abandonar sus países, tendríamos ya dos millones de personas dispuestas a lanzarse al mar para conquistar una vida mejor. Y a España le corresponde la tutela marítima de un millón de kilómetros cuadrados en torno a las Canarias, justo en la zona álgida por lo que a tránsito de cayucos se refiere.

¿Y cuánto le está costando a España todo este dispositivo? "Ah, ni puñetera idea", contesta casi ofendido Segura. Nadie tiene el estómago de ponerse con la calculadora mientras estos jóvenes africanos se juegan la vida en el mar. Ni siquiera los empresarios turísticos. ¿No temen que el drama de los cayucos ensombrezca la imagen de este paraíso artificial? Ricardo Fernández, de la patronal tinerfeña, contesta rotundo: "No, mientras a estos inmigrantes se les coloque fuera de las zonas turísticas y se les envíe cuanto antes a la Península". Unas premisas que no siempre se pueden cumplir. Varias comunidades autónomas han hecho saber al Gobierno que no están contentas con este regalo, lo que dificulta los desalojos masivos de Canarias. Y en cuanto a mantener a los subsaharianos fuera de la mirada de los turistas, por más que las autoridades se empeñen, algún cayuco comete de vez en cuando la descortesía de desembarcar en medio de los bañistas. Ocurrió hace unos días en la playa de Las Tejitas, y en la de Las Galletas, no lejos de Los Cristianos, donde el puerto de desembarco y una playa se miran frente a frente.

Con suma discreción

"La gente se acostumbra a todo", dice el dueño de un restaurante en Playa de las Américas que ha seguido con inquietud el fenómeno, y recuerda la imagen de cadáveres devueltos por el mar, en medio de la arena, en playas concurridas, que no se vaciaron por eso. Tampoco es fácil tropezarse de golpe con uno de estos desembarcos en los que la Cruz Roja, Salvamento Marítimo o la Guardia Civil participan con suma discreción, casi con sigilo. "Es lógico que pretendan proteger la intimidad de los inmigrantes. Es uno de los derechos humanos esenciales", dice Vicente Zapata, de Obiten. Aunque es difícil no pensar en razones menos humanitarias para justificar tanto secretismo. En el Ayuntamiento de Arona, al que pertenece la mayor parte de los municipios costeros tinerfeños afectados por esta marea de cayucos, nadie quiere hablar del tema. El alcalde está de vacaciones, su sustituto se excusa porque él es concejal de Urbanismo y de esto no sabe, y la concejal de Asuntos Sociales ni siquiera sale de su despacho para decir que no tiene nada que contar a la periodista llegada de la Península.

Un portavoz de la naviera Fred Olssen, líder insular en transporte de pasajeros y mercancías, declina comentar en qué medida la crisis de los cayucos puede haber afectado a su negocio, con tanto movimiento en los puertos de atraque. "Sólo lo sabremos dentro de unos meses". Algunos inmigrantes llegados a La Gomera y a El Hierro han sido transportados en sus barcos hasta Tenerife. "Todos son clientes a los que acogemos de la mejor manera posible", responde.

Al final, los cayucos y sus ocupantes son como un fantasma que recorre las islas, sin que nadie los haya visto, más que en los telediarios. María Conchita González Muñoz, una madrileña que recoge su coche del aparcamiento del puerto de Los Cristianos tras un buen rato en la playa, da fe de esta cualidad invisible del fenómeno. Lleva tres semanas aquí, se baña en esta playa de Los Cristianos y no ha visto un solo cayuco, excepto en televisión. El problema le preocupa y su fatalismo es total. "Esto no tiene arreglo. Van a seguir llegando mientras allí pasen hambre y vean lo bien que vivimos nosotros aquí. Además, el Gobierno tiene las manos atadas, porque no puede echarles. Hasta que no tengamos aquí una crisis económica y ya no les compense venir, seguirán llegando".

"No sé si volveremos"

¿Y los turistas como ella? ¿Seguirán viniendo también? "Yo sí. Tengo familia aquí. Venimos desde hace 20 años". Pero es difícil pedirle la misma fidelidad a alguien como Philip James, recién llegado al sur de Tenerife desde Oxford, con su mujer y dos hijos. Están al corriente de la crisis, aireada en sus matices más trágicos por la prensa sensacionalista y las cadenas de televisión. "Es inquietante", dice James. "Después de lo que ha pasado en Francia con los inmigrantes, francamente, no sé si volveremos a Canarias". Su mujer, con la nariz enrojecida por el primer sol, asiente en silencio.

José Nascimento, dueño de una pequeña empresa de barcos turísticos, es menos rotundo, pero el tema le afecta: "El negocio iba mal ya. Hace cuatro años llenábamos cinco barcos, ahora con uno basta para ir a ver las ballenas". Su temor es que sigan llegando cayucos, aunque el Gobierno autónomo hace lo imposible para evitar que estos inmigrantes se queden. "Esta crisis no es ya un problema de Canarias. Con dos millones de habitantes, estamos saturados. Tenemos una densidad de población como la de Madrid, porque el 48% del territorio está protegido", explica Miguel Becerra, portavoz del Gobierno de Coalición Canaria, que acaba de llegar de vacaciones, todo bronceado. El problema es muy serio, admite, aunque parece que Madrid lo está entendiendo esta vez. "No es como en tiempos del PP, cuando llegaban los inmigrantes a Fuerteventura y los dejaban sueltos por la carretera".

Pero no es sólo cosa de Madrid. Becerra ha ido ya un par de veces a Senegal en un intento desesperado de entender, de saber, de intentar taponar esa hemorragia migratoria que sale de los puertos del país africano. Hasta el momento sin demasiado éxito. Becerra confía en que Europa o hasta la ONU acuda también al rescate con más patrulleras y medios.

A Fernando Fraile, que preside a los hoteleros de Gran Canaria, le parece curioso que ahora todo el mundo se rasgue las vestiduras, "cuando el problema lo sufrimos desde 1994". Sólo que las rutas de los traficantes de carne humana no pasaban entonces por Tenerife. Fuerteventura era el lugar de desembarco. Fraile es una de las pocas voces que alertan en Canarias de la amenaza que pesa sobre el negocio turístico con la llegada de cayucos. "No me parece la mejor imagen que podemos dar", dice lacónico. "Llevamos años advirtiendo de lo que se avecinaba. Y la crisis ha estallado. Es un problema grave, humanitario, desde luego, pero también de imagen para nuestras islas". Fraile nació en Zamora y lleva décadas viviendo en Las Palmas, la mayor metrópoli canaria, con casi medio millón de habitantes. Hasta aquí, al norte de la isla de Gran Canaria, no ha llegado la alarma. Pero los miles de jóvenes de Senegal, Gambia o Malí que desembarcan en las costas canarias se sorprenderían de saber las simpatías que sus arriesgadas travesías despiertan entre los bañistas de la playa de Las Canteras. Fermín Rivero y su mujer, de Las Palmas los dos, se declaran conmovidos por la peripecia de estos africanos. "Los que me preocupan son los inmigrantes rumanos y colombianos que entran por los aeropuertos", dice él, funcionario de los juzgados. A María Ramos y a Lole Gómez, dos veinteañeras que pasean su palmito por la orilla del mar, se les parte el corazón cuando ven las imágenes de los cayucos en los telediarios. "Me importa un pito que se hunda la industria turística", dice María, estudiante de derecho. "Lo que me importa es el drama personal de esta gente. Que se juegan la vida pensando que ésta es la puerta de Europa, o por lo menos un ventanuco". Ella espera que ese ventanuco, siempre que sea en la Península, no se les cierre.

Un turista atiende en la playa de Las Tejitas, en el municipio grancanario de Granadilla, a un subsahariano recién llegado en un cayuco.
Un turista atiende en la playa de Las Tejitas, en el municipio grancanario de Granadilla, a un subsahariano recién llegado en un cayuco.AP
Los bañistas prestan los primeros auxilios en una playa de Gran Canaria a los extenuados subsaharianos llegados en un cayuco, el pasado 3 de agosto.
Los bañistas prestan los primeros auxilios en una playa de Gran Canaria a los extenuados subsaharianos llegados en un cayuco, el pasado 3 de agosto.EFE
Inmigrantes subsaharianos, en un autobús
Inmigrantes subsaharianos, en un autobúsCLAUDIO ÁLVAREZ

La frontera con África

SON DISTINTAS las estrategias que se barajan para hacer frente a esta avalancha de inmigrantes procedentes de África. España ha reclamado la ayuda de la Agencia Europea de Fronteras Exteriores (Frontex), que ha llegado en su ayuda con escasos medios. Pero aun así hay quien se pregunta cuál es la verdadera utilidad de estas patrulleras y aviones de vigilancia. "¿De que servirán las patrulleras si no hay acuerdos con Senegal ni ninguno de esos países y no podemos devolverles a los inmigrantes que salen de allí?", razona Alicia Navarro, cónsul de Guinea Conakry en Las Palmas. En su opinión, habría que atajar el problema con tiento y con paciencia. "No se puede llegar a uno de estos países sin conocerlo a fondo, sin haber estudiado su psicología. Firmar acuerdos válidos exige mucho trabajo previo".

Pero no es la única que ve con escepticismo la ofensiva diplomática en la que se han embarcado el Gobierno canario y el español. A Pedro González, que preside la comisión exterior de la Cámara de Comercio de Tenerife y tiene negocios en Senegal, le parece que la reacción llega tarde. "¿Y puede usted creer que ni siquiera nos han pedido opinión a los empresarios que llevamos décadas trabajando en Senegal?". González critica a las autoridades también por la política de inmigración. "Pedir un visado para traerse a un senegalés a España es una odisea". ¿Qué vía les queda entonces? "No lo hemos hecho nada bien. Allí, cada joven que trabaja da de comer a 22 personas. Deberíamos haber apostado por crear en esos países las infraestructuras necesarias. Ahora nos toca a nosotros afrontar el problema, porque somos la frontera más próxima a África. Pero esta crisis no es de Canarias, ni de España, sino de Europa".

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