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PRIMERA PARTE

Estamos vigilados

Miles de cámaras 'web' controlan en todos los rincones del mundo nuestros movimientos y nos exponen a través de Internet. Cualquiera, sentado ante su ordenador, puede satisfacer su hambre de mirar. Éstas son algunas instantáneas que lo prueban

"En el principio", se proclamó teológicamente, "fue el verbo". Pero qué podría haber conseguido Dios sin el ojo.

El dorado ojo divino, sin necesidad de una palabra, lo dispone, lo vigila y lo castiga todo. La historia entera del pecado, la culpa y la condenación se derivan de quedar, como Adán y Eva, expuestos a la Vista. Una vista que procede directamente del ojo de Dios, que, de inmediato, sopesa y sentencia, o del ojo delegado en la propia conciencia, franquicia moral que entre torturas no logra sacudirse la visión de su mal y se retuerce o se transfigura.

Pero también, por si faltaba poco, el entorno se puebla de la hambrienta pupila de los otros, lenguas que detectan y delatan, que succionan y nos amenazan la reputación. El mundo, nuestro mundo global, se conforma como una esfera para ser vista y como un glóbulo ocular enfrentado al gigantesco ojo de Dios. El Reischstag, el Ayuntamiento de Londres o la factoría Volkswagen, la mediateca de Toyo Ito o el nuevo estadio de fútbol de Francfort son diseñados como cajas translúcidas donde el juego limpio (político, económico, deportivo, creador) se expone a la vista para no dejar resquicio sin alumbrar. La óptica es la ciencia de ver, dirimir, enjuiciar y, al cabo, sentenciar gracias al ojo. No en vano, las cárceles modernas, desde los tiempos de Jeremy Bentham, inspiran su arquitectura en la visión total. Tiempo antes, en la premodernidad, la prisión significaba oscuridad, tenebrosidad, falta de aire y de luz. Pero la cárcel moderna y posmoderna, desde la Ilustración, ha sido, por el contrario, el reino de la claridad y la fácil transparencia.

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El despacho transparente

El capitalismo de producción, con predominio de la industria y sus máquinas tiznadas (en las minas, en la siderurgia, en el ferrocarril, en las baterías de cocina), promovió el dominio del color negro: el terno negro, el luto perpetuo, las ciudades en penumbras, las películas sin color. La fase siguiente que inauguró el capitalismo de consumo estableció la preferencia por las superficies brillantes, bruñidas y patinadoras.

La reluctancia del aluminio inoxidable, las ropas de Rabanne, el raylite, los fuselajes desnudos, el plexiglás, las lámparas y automóviles imitando el lustre de los primeros cohetes espaciales. Pero esta época actual ha escogido como carácter central la transparencia.

No hay acaso una categoría más asociada al actual capitalismo de ficción que la transparencia. La transparencia de la gestión política o empresarial, la arquitectura liviana o transparente, la realidad virtual traspasable… La gran coartada de cualquier gestión pública o privada es el amparo de su transparencia. ¿Real? ¿Virtual? Lo decisivo es su adecuada representación.

En la política, Gundar Berzins, ministro de Economía de Letonia, cuya gestión era objeto de numerosas críticas en el año 2000, hizo instalar en su despacho una webcam para que los ciudadanos pudieran "comprobar durante las 24 horas la verdadera eficiencia y honradez de su gestión".

Y lo mismo se proponía hacer Fernando de la Rúa en la Casa Rosada hasta que sus asesores le disuadieron mediante el argumento de que su desmedida obsesión por los bonsáis y los partes meteorológicos podría desacreditarle.

El espíritu del 'Voyeur'

Prestarse a ser visto en cualquier lugar y circunstancia, entregarse al pleno husmear de las miradas con el propósito de probar que no hay trampa ni cartón es el artilugio que emplea la ficción para hacerse pasar por realidad y lo falso por verdadero. Una artimaña bien sabida puesto que, efectivamente, no hay reality show sin su manipulación, ni documental sin su montaje.

Con todo esto, sin embargo, existe una incuestionable y exasperada demanda de verdad. Convencidos de que todos nos mienten (los políticos, la policía, la publicidad, la Iglesia, el CIS), la oferta de verdad-verdad se ha convertido en el negocio actual de mayor alcance: los alimentos naturales, las fibras naturales, las películas Dogma, el paraje sin hollar, la muerte forman parte de un surtido cuya sustancia común es la autenticidad.

A lo largo de las últimas bienales o ferias internacionales de arte han proliferado los vídeos con grabaciones de gentes agonizando o haciéndose confidencias por teléfono, manchando de menstruación las sábanas, defecando, cocinando macarrones.

El ojo de Dios ha estallado en millones de pupilas paganas que abarrotan las salas de la sociedad mediática, y el espectáculo consiste, sobre todas las cosas, en poder asistir a la otra intimidad. La intimidad del otro como correlato de aquella verdad mejor guardada. La degustación de lo secreto en cuanto sustancia todavía sin adulterar.

Rosa Olivares, que hace unos años fue la comisaria de una exposición en Barcelona titulada Miradas impúdicas y en donde se desplegaba el vigente reino del voyeur, decía justamente que el creciente gusto por fisgonear responde al espíritu de la época". Este zeigeist estaría formado, de una parte, por la inclinación a robar el misterio del otro, deshacer su presunto enigma, desvelar, como en todos los códigos Da Vinci, la Verdad.

Policías todos

La verdad nos hará libres, se decía. Hoy, la verdad y su relación con la información auténtica sobre la cosa o el sujeto tiende a demandarla como un elemento de seguridad.

Todos en efecto sufrimos la sensación de una amenaza acrecentada en los últimos tiempos. La amenaza del terrorismo o del secuestro exprés, la amenaza de la falsificación, la copia pirata, la mentira política, la manipulación y la conspiración. Como consecuencia y tras unas primeras resistencias, el sistema panóptico de seguridad ha ido ganando terreno en las ciudades. En Gran Bretaña, después del agua, el gas, la electricidad y las telecomunicaciones, la televigilancia se ha convertido en la quinta red urbana del país, y algo semejante ocurre en Estados Unidos.

Vigilar y castigar. Vigilar y transmitir información a través de múltiples redes que disgregan la identidad en partículas cada vez más vulnerables a la explotación y a la sumisión. La policía vigila las calles; los seguratas, los comercios, los bancos y los portales; los jefes vigilan a los empleados dentro mismo de Internet, la población entera se ve permanentemente fichada por sus tarjetas de crédito, sus carnets, sus tickets, las afiliaciones, las cookies del ordenador.

Y, por si faltaba poco, el programa Echelon de la National Security Agency (NSA), una agencia de información creada por Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, se ocupa de controlar todo el tráfico internacional vía satélite, siendo capaz de aislar determinadas palabras o frases a partir de miles de mensajes.

Cada día, millones de llamadas telefónicas, de correos electrónicos, de SMS, de télex, son cribados, seleccionados y analizados por esta central de inteligencia dos veces mayor que la CIA y varias veces más poderosa.

En cuestiones de vigilancia y seguimiento todo parece poco, mientras, simultáneamente, el ciudadano ha visto recortados sus grados de libertad y privacidad. "Vislumbro un mundo", decía Joseph Brann, director de la COPS, policía de comunidad norteamericana, "en que la policía será la gente, y la gente, la policía".

Espiar por espiar

Ese mundo ha llegado ya. ¿O qué otra naturaleza le corresponde a la más que diligente actuación del videoaficionado en cualquier hora y lugar? El mundo, sus parajes más remotos, sus incidentes más imprevistos, sus sorpresas más insólitas, se desperezan hoy ante el ojo atento de una o más cámaras. Cámaras que parecen instaladas allí no porque previnieran el suceso, sino porque existen como órganos mismos del suceso. El suceso llega a consumarse gracias al objetivo que opera como un impulsor de realidad. Sin el objetivo no se realizaría lo real. La toma formatea la información. El vídeo da vida.

De este modo son aprehensibles, validadas y comercializables las incidencias más baratas. La videocámara las graba, las marca, les confiere una tasa y la hace circular por el mercado audiovisual o máxima industria del entretenimiento, dentro de cuyo sector se encuentra el género policial de la videovigilancia, el género pornográfico de las web en las habitaciones de hoteles de lujo, el intimismo sentimental de las escenas hogareñas, el morbo de las snuff movies, el espionaje por el espionaje como forma de ser o estar.

¿Obtendremos, al fin, con ello la condición de dioses menores, espías divinos, propiedades de divinidad con alcance popular? Más bien el cruce de esta miríada de retinas va tejiendo una trama muy desnuda donde a fuerza de desvelar particularidades se vela, paradójicamente, el valor de la intimidad. Cuatrocientos años de historia batallando por conseguir la intimidad y han bastado apenas un par de décadas para que se haya convertido en un elemento sólo al alcance de los muy ricos, dueños de residencias amuralladas y de guardaespaldas sin cesar.

Lo cercano y lo siniestro

El grueso de la población, vigilada y vigilante, se halla revuelta en la promiscuidad de la visión, la obscenidad del ojo. Pero ¿esto provoca angustia? ¿Insoportable malestar? Ni mucho menos.

Antes, sólo unos cuantos personajes gozaban la distinción de ser observados, televisados, radiados. Este tratamiento ha ido perdiendo, sin embargo, su carácter elitista, y actualmente, emisoras y receptores, radios y radioyentes, cámaras y videoaficionados se captan interactivamente unos a otros.

La democratización de los medios significa algo más que la masiva difusión de hechos o el acceso multitudinario a la información sabrosa y opulenta. Significa, ante todo, la satisfacción del deseo, propio del ciudadano común, de convertirse en suceso mediático, elemento válido para ser transmitido por televisión y lograr la identidad espectacular propia de la época. ¿Una ficción? Efectivamente. Una real ficción. Porque ¿quién podría negar que precisamente en las imágenes mediatizadas de lo más inmediato no se obtiene un halo fantástico o virtual?

La teoría freudiana sobre la proximidad entre lo familiar y lo siniestro se ilustra con la experiencia de contemplar, impreso en la pantalla o en las ilustraciones de esta página, la fantasmagoría de lo más cercano e insignificante. Basta que el ojo divino de la cámara lo encuadre, lo juzgue, pronuncie su determinante veredicto: su nueva verdad. Una lección vital hemos aprendido así en este tiempo: nada hay más decisivo que la instantánea. Nada es más permanente que lo fugitivo. Nada es tan atractivo como la inanidad.

La exposición 'Al borde del agua', del fotógrafo Ángel Baltanás, estará hasta finales de julio en la galería madrileña Marita Segovia (Lagasca, 7).

Un mirón en estado puro

Por Maite Nieto

Cuando se habla de globalización nos vienen a la mente sinergias que manejan los hilos de países lejanos entre sí sin que sus habitantes se percaten de ello en su vida cotidiana. Pero ¿qué ocurre cuando precisamente esa cotidianidad está al alcance de cualquiera, en cualquier parte del mundo, sentado plácidamente frente al ordenador de casa convertido en un voyeur legal y autorizado? Es la idea que subyace en las fotografías de este reportaje, que forman parte de la exposición Al borde del agua. Un proyecto que surgió, hace más de un año, por la afición personal del fotógrafo Ángel Baltanás a entrar con frecuencia en una web que le permite ver en directo lo que ocurre en uno de sus lugares favoritos, la plaza de la Quintana, en Santiago de Compostela.

Pasar de comprobar el tiempo, el ambiente y los visitantes de Quintana a pasearse por el mundo convertido en "un mirón en estado puro" sólo requirió un pequeño salto y bastantes horas de dedicación. "Te enganchas aunque a veces puede resultar tedioso", explica Baltanás. "Como si se tratara de una guía, iba poniendo estrellas en función del interés de los sitios que iba encontrando y volvía una y otra vez a ellos buscando el momento adecuado para captar la imagen". Así ocurrió en multitud de ocasiones: un lugar, una cámara retransmitiendo en directo y… poco más. Pero de repente ¡un vuelco al corazón!, y allí estaba ese paseante solitario en la Antártida o la calma de un café de Viena frente a la pulsión de una mujer que mete la mano en todos los platos en un restaurante de Alabama. Una metáfora visual que Baltanás trasladó a lo que piensa ocurre en los últimos años: Estados Unidos picando de todas partes de forma descarada, mientras Europa permanece ensimismada. El propio medio termina de dar un aire misterioso, casi mágico, a esta especie de mundo paralelo poblado de espectros que no es otra cosa que nuestra propia realidad pasada por el filtro nebuloso de la pantalla de un ordenador. Ya no hace falta nuestra presencia física para convertirnos en viajeros universales.

Miles de cámaras públicas nos trasladan a rincones lejanos y, al mismo tiempo que convierten en realidad el viejo sueño de una máquina para teletransportarnos, despiertan en el internauta curioso el deseo de estar realmente en el lugar que vigila. "Todos podemos hacer una fotografía furtiva", añade Baltanás, "pero Internet parece diluir los límites de la privacidad y permitirnos mirar intensamente sin temor a ser descubiertos". El único problema es que el emboscado toma conciencia de que él también puede ser espiado y que esta vigilancia inocente es sólo la punta del iceberg de lo que puede estar por llegar.

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