_
_
_
_
_
Reportaje:

Valencia bajo una luz perfecta

La ciudad mediterránea revela al viandante sus nuevos y viejos encantos

Uno debería poder mirar su ciudad con ojos de recién llegado, con la voluntad generosa del viajero entusiasta, con el humor fisgón del turista que no va a ninguna parte y que sólo aspira al extravío, que es la única fórmula científica para encontrarle el halo a los lugares. Pero lo cierto es que la ciudad propia se nos suele ocultar a los nativos por detrás de la ciudad misma. Se nos diluye su belleza entre los sedimentos de la costumbre, en el precipitado de la rutina; en especial cuando se trata de ciudades como Valencia, de belleza reservada, de encanto circunspecto.

Hay muchas ciudades de belleza evidente, irrecusable, ciudades mórbidas, y que forman parte del patrimonio sentimental de quien las ha visto y de quien no (porque las ciudades, como los libros, contagian su espíritu en presencia y en ausencia, por mirada ajena, por testimonio interpuesto). Todos somos ciudadanos de Roma, de Nueva York, de Córdoba, de Granada, de París o de San Petersburgo. Habría que ser muy botarate para no estar enamorado de las ciudades dadivosas: tienen tanto que dilapidan.

Me atrevo a formular la hipótesis indemostrable de que la luz de Valencia se encuentra en el mismo centro de la luminosidad mediterránea: ni demasiado africana ni ya teñida de humedades nórdicas
El barrio del Carmen, durante el día, es un zoco de viejos tenderetes y tiendas a la última. Conviene vagabundear sin rumbo, entre ultramarinos antediluvianos, mercerías lóbregas, cuchillerías amenazantes, botillerías vetustas, peluquerías dadaístas y algún que otro templo de la vestimenta

Valencia no pertenece a ese género de ciudades suntuosas. Yo la adscribiría a una especie distinta: la de las ciudades silentes, tácitas. Ciudades cuyo atractivo no proviene de su inmediata hermosura, sino de una supuración lenta. Que no nos cautivan -digamos- por su anatomía, sino por su sombra. Ciudades que nos exigen un aprendizaje en el hechizo. Ciudades que muchos no llegarán nunca a percibir en su calado.

Yo amo Valencia por las mismas concretas razones por las que aman su lugar de origen quienes aman haber tenido origen, y haberlo hecho en un concreto lugar que no es ni mejor ni peor que otro, pero que es el suyo, el nuestro. Porque allí se despierta a los sentidos y al mundo, porque allí viven muchos de quienes amamos (basta un afecto para que una ciudad se destaque en la geografía), porque sentimos formar parte de la circulación sanguínea de un paisaje que circula por nuestra sangre. Creo que el embrujo de Valencia proviene de una amalgama de peculiaridades que la convierten en algo que debería estar al alcance de todos: un buen lugar donde vivir.

Boletín

Las mejores recomendaciones para viajar, cada semana en tu bandeja de entrada
RECÍBELAS

Tal vez la ciudad no tenga opulencia para derrochar, pero posee sus lugares perfectos. Quizá carezca de la uniformidad y la armonía con que otras nos embelesan, pero en sus discordancias y en sus desbarajustes está bien servida de aura. Puede que no haya alcanzado la condición de gran urbe (esa dudosa dignidad) ni que le sea dado presumir de la condición campestre de algunas, pero resulta suficiente para no ser ni provinciana ni deshumanizada. Está en su ley: ni un casón deshabitado, ni un falansterio.

Como los inviernos y los otoños verdaderos no existen por estos pagos, la ciudad vive en un clima de perpetua primavera a la que sucede un duro y húmedo verano. A condición de desaparecer de Valencia, si es posible, durante los meses de julio y agosto, uno tiene la ocasión de disfrutar de la calle durante casi todo el resto del año. La mía es una ciudad de intemperie, para callejearla, para perder el tiempo en sus cafés, para llegarse al mar o al campo, que están a quince minutos de cualquier rincón, y disfrutar de la luz, que alcanza aquí una naturaleza portentosa.

Ya sé que la luz es un asunto que a muchos parecerá metafísico, pero para un valenciano es -debería ser- tan palpable como la brisa salobre de la playa, los efluvios del azahar cuando despunta el verano o el sabor sacramental de un caldero humeante de arroz de marisco. Me atrevo a formular la hipótesis indemostrable de que la luz de Valencia se encuentra en el mismo centro de la luminosidad mediterránea: ni demasiado africana, como la luz de Alicante y Murcia, ni ya teñida de humedades nórdicas, como sucede con la luz de la Costa Brava. Con sus amarillos justos, con su nácar exacto, con sus briznas mesuradas de leve bermellón, tiene la naturaleza idónea para que resplandezca la realidad. Resulta difícil que bajo esta luz las cosas no se conviertan en ofrendas.

Al viajero que llega, yo le sugeriría que renunciase a cualquier veleidad de desplazamiento mecánico que no fuesen sus propias piernas. Los secretos del paisaje esperan siempre a los andarines. A día de hoy, Valencia es una ciudad efervescente, en marcha, transformándose a sí misma con voluntad probada, a veces encomiable y a veces caótica.

Para entender qué está pasando en el perfil de la ciudad, yo me adentraría, de buena mañana y con vocación viandante, en el viejo cauce del Turia, y desde allí iría haciendo calas hacia el exterior. Desde hace años, el primitivo curso levantisco del río es un espacio público que recorre la ciudad: diez kilómetros de jardines, parques, instalaciones deportivas, arboledas. Hubo un tiempo en que algunos cráneos quisieron hacer allí una autopista de varios carriles. Todavía no sé cómo no prosperó aquella obra, en virtud del principio de razón dislocada, según el cual cualquier disparate supremo tiene más posibilidades de llevarse a cabo que las alternativas razonables (como está sucediendo con la desaparición del litoral de toda la Comunidad, engullido por el urbanismo rapaz).

Desde el viejo cauce, uno adquiere de Valencia una mirada a vista de pez. En un extremo de los jardines del Turia está -por ahora- la Ciudad de las Ciencias, y en el otro, el parque de Cabecera, dos ejemplos distintos de arquitectura pública, alrededor de los cuales crece parte de la ciudad nueva con sus altas torres de edificios por lo común despersonalizadas, sin ningún atisbo serio de planificación urbanística.

Para bien o para mal, la Ciudad de las Ciencias, esa profusa antología del estilo Calatrava, es ya hoy el emblema de uno de los múltiples rostros de Valencia. Denostado por los exquisitos e idolatrado por el poder administrativo, que es quien acaba por encargar las obras, el proyectista valenciano ha dibujado con el Museo de las Ciencias, el Hemisférico, el Umbráculo, el Palacio de las Artes, con sus puentes y con las futuras torres salomónicas de 250 metros de altura, cierto perfil de Valencia, ese que parece más interesado en parecerse algo a casi todas las ciudades modernas antes que en terminar por parecerse mucho a sí misma. A Calatrava (que no es, creo, ni tan adocenado como pretenden los agoreros, ni tan genial como pretenden los amantes de la arquitectura del espectáculo) le ha sucedido lo que a tantos triunfadores de moda: a fuerza de imitarse está a punto de morir de éxito.

El paseante debería abandonar durante unos minutos el cauce para contemplar, a los pies de la Torre de Francia -uno de los más sobrios y elegantes edificios de la zona-, El Parotet (La Libélula), la escultura monumental de Miquel Navarro, mitad insecto volador varado, mitad guerrero. Como en su célebre fuente Pantera Rosa, la geometría juega a humanizarse y los volúmenes antropomórficos y zoomórficos se esencializan en la pureza geométrica.

Los padres con alguna brizna de aliento aventurero y que viajen con niños están obligados a visitar el Gulliver, un parque infantil que reproduce a escala gigante al personaje de Swift, atado al suelo por las diminutas criaturas de la isla de Lilliput.

Los puentes del Turia merecen contemplarse con detenimiento. Los antiguos (del Mar, del Real, de la Trinidad, de Serranos), que riman en piedra con las viejas defensas de fábrica del cauce, y los modernos (la Peineta, de Calatrava, el de las Flores). Al pasar por debajo de un puente comprendemos su verdadero significado, su naturaleza lírica, que consiste, como en las metáforas, en trazar un nexo entre dos realidades alejadas, en crear un espacio habitable en mitad del vacío. Por eso los puentes adquieren su corporeidad cuando los vemos bajo sus arcos, flotando en el aire.

Por los ojos de los puentes abandonamos la Valencia que aspira a la vanguardia y llegamos a la Valencia que respira tradición. Me confieso devoto de la vista, desde el cauce, del museo de San Pío V, con la cúpula de la iglesia rematada en ladrillo azul vidriado, que resplandece bajo el sol, como un faro para los caminantes que se dan al extravío.

Prescribo el abandono del río y la entrada, a través de las Torres de Serranos, en la ciudad vieja. El barrio del Carmen, durante el día, es un zoco de viejos tenderetes y tiendas a la última. Conviene vagabundear sin rumbo, entre ultramarinos antediluvianos, mercerías lóbregas, cuchillerías amenazantes, botillerías vetustas, peluquerías dadaístas y algún que otro templo de la vestimenta para el correcto ejercicio de la metrosexualidad.

El mercado Central

Cuando uno esté cansado de ambular por la medina es necesario que pregunte por el mercado Central, frente a la Lonja, y que allí asista a la universidad de la fruta fresca y las verduras de la tierra, de las legumbres nativas y del pescado de playa. Ar-Rusafi de Valencia ya recetaba en el siglo XII la peregrinación a los mercados y a las casas de misericordias corporales para entender el alma de una ciudad nueva. Si a los diez minutos de zangoletear por el mercado Central uno no tiene claro el concepto de mediterraneidad es mejor que postergue sus estudios y que emplee sus fuerzas en otra empresa. Si no padece un modesto éxtasis religioso ante la algarabía cromática de los alimentos terrenales, lo más probable es que no llegue a percibir jamás el profundo nimbo de sacro regocijo de Valencia.

Nada más terminar el curso de posgrado en regodeo de los sentidos, uno puede regresar al cauce y caminar hasta morir, o sentarse en alguna de las terrazas de la calle para reponer fuerzas. Después del refrigerio, permítanme que les invite a un paseo por mi barrio, el Ensanche. A grandes rasgos, sus límites van de la calle de Colón, línea de la antigua muralla de la ciudad, por la Gran Vía, rumbo al sureste, hasta la cuadrícula del llamado Segundo Ensanche, que termina en la avenida de Peris y Valero. Se trata de una de las zonas burguesas por excelencia. Todo lo burgués, en según qué ámbitos, ha gozado de muy mala fama. Hay una llamada moral burguesa -puesta siempre al descubierto y denostada por los burgueses liberales- que suele manifestarse de forma pacata y conservadora. Por lo demás, al universo burgués se debe buena parte de todo lo mejor que se ha creado en el ámbito de la cultura y el progreso.

El Ensanche es hoy un barrio apacible, de moderada uniformidad arquitectónica, que las obras de nueva planta van poco a poco quebrantando. Por las mañanas es una zona industriosa repleta de comercios, despachos, oficinas y negocios, a la vez que un clásico lugar residencial, y por la noche, el territorio con mayor número de restaurantes y bares de copas. Como residente, lo identifico con concretos individuos con nombres concretos, vecinos que generan en silencio la energía de la ciudad y sin cuyo trabajo no se puede entender la Valencia verdadera de hoy mismo. En la calle de Jorge Juan ha vivido hasta hace poco Francisco Brines, el autor de Ensayo de una despedida, una de las cumbres de la poesía española del siglo. En el Ensanche (qué bonita palabra para comprender la labor del arte, su ensanchamiento espiritual y material) tienen Manuel Borrás, Manuel Ramírez y Silvia Pratdesaba la editorial Pre-Textos, un sello legendario ya en las dos orillas del mundo hispánico del libro. Por estas calles paseaba -vivía en Taquígrafo Martí- Juan Gil-Albert, con su atildada figura diminuta: yo le observaba caminar, lleno de admiración por su prosa meditativa y sus poemas celebratorios, sin atreverme a dirigirle la palabra. Aquí tiene su estudio el arquitecto Manuel Portaceli, uno de los autores de la magnífica rehabilitación del teatro romano de Sagunto, que supuso a sus ruinas lo que una perfecta edición crítica a un texto clásico que se encontraba corrompido. Son pintores del barrio Rosa Martínez-Artero, José Saborit, Javier Chapa, Horacio Silva, Marcelo Fuentes. Aquí escriben las novelistas Susana Fortes y Teresa Garbí y los poetas Jaime Siles y Marc Granell. A menudo me cruzo al atardecer con el director teatral Antonio Díaz-Zamora. Aquí vivieron Ramón Gaya y Max Aub.

Para completar alguna de las Valencias posibles -ni cainita, ni campanilista; ni pirotécnica, ni ensimismada- es preciso tener presente su pujanza creadora de vocación privada y universal, porque una ciudad se edifica sobre todo con los basamentos del espíritu.

- Carlos Marzal (Valencia, 1961) fue premio Nacional de Poesía en 2002. Su primera novela se titula Los reinos de la casualidad (Tusquets, 2005).

Paseantes y ciclistas disfrutando  del aire libre en la plaza de la Virgen, en  Valencia. A la izquierda, la catedral y su portada gótica, y a la derecha, la basílica de la Virgen de los Desamparados.
Paseantes y ciclistas disfrutando del aire libre en la plaza de la Virgen, en Valencia. A la izquierda, la catedral y su portada gótica, y a la derecha, la basílica de la Virgen de los Desamparados.TANIA CASTRO
La Moda Me Incomoda, tienda de ropa de nuevos diseñadores en la calle de Cordellats, en el barrio del Carmen.
La Moda Me Incomoda, tienda de ropa de nuevos diseñadores en la calle de Cordellats, en el barrio del Carmen.TANIA CASTRO
El Hemisferio de la Ciudad de las Ciencias, obra de Santigo Calatrava. La estructura que lo protege se abre y se cierra imitando el párpado del ojo humano.
El Hemisferio de la Ciudad de las Ciencias, obra de Santigo Calatrava. La estructura que lo protege se abre y se cierra imitando el párpado del ojo humano.TANIA CASTRO

GUÍA PRÁCTICA

Comer- Riff (963 33 53 53). Conde de Altea, 18. Bernd Knöller es uno de los chefs más serios e imaginativos de la ciudad. Tiene una tienda en el local adyacente con un delicioso panettone de chocolate. Menús para el almuerzo alrededor de 30 euros. A la carta, unos 60 euros.- Albacar (963 95 10 05). Sorní, 35.Un clásico de la ciudad, donde los hermanos Albacar ofrecen su cocina de raíz mediterránea. Desde 40 euros.- Torrijos (963 73 29 49). Doctor Sumsi, 4. Raquel, la hija de Óscar Torrijos, una institución gastronómica en Valencia, regenta junto con su marido este restaurante de nueva cocina. Buena bodega. Desde 50 euros.- Nostre Bar (963 74 95 28 y 619 99 19 72). Carlos Cervera, 8. Muy recomendables la selección de cecinas, las ensaladas -en especial la de trigo- las sartenes y el codillo. Paco Giménez es un excelente conocedor de los vinos valencianos.A partir de 20 euros. Sólo cenas.Salir - La Fulop. Literato Azorín, 7. Duranteel día es restaurante -con buen menú para comer- y por la noche bar de copas. - La Iguana Azul. Almirante Cadarso, 32. Una cueva clásica para quienes gusten de la penumbra y el baile hasta altas horas. - Un Sur. Maestro Gozalbo, 17. Discoteca que ha conocido mil muertes y mil resurrecciones, y ahí sigue. Ahora pone música funky.Información- Turismo de Valencia (www.comunitatvalenciana.com)- www.turisvalencia.es

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_