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El color de Asturias

En sus libros se entrecruzan la memoria y los viajes. Como en este texto, en el que evoca los paisajes y la atmósfera del Principado. Desde que, de niño, descubrió Oviedo en un poema hasta sus primeras visitas a esta tierra y el reconocimiento que recibió en ella

La bella silueta de Santa María del Naranco, la iglesia que mando construir Ramiro I, se funde con la niebla.
La bella silueta de Santa María del Naranco, la iglesia que mando construir Ramiro I, se funde con la niebla.NAVIA

Creo que la primera vez que vi el nombre de Oviedo, cuando era niño, fue en una balada de un poeta italiano menor del siglo XIX, Luigi Carrer. Era una balada tardorromántica que enumeraba, con un pathos épico, numerosas ciudades y regiones españolas, pero mi imaginación se sintió atraída por la sonoridad de aquel nombre. Como es natural, todavía no había leído a Proust, pero es evidente que era intuitivo y comprendía que la música de las palabras, especialmente de los nombres, corresponde a una figura y tiene un color concreto. Para mí, Oviedo era redonda -un sol, una moneda de los bárbaros, tal vez visigoda-, y era de color amarillo, dorado, cálido e intenso, ligeramente bronceado. Aquella lectura casual me empujó, más tarde, a intentar saber de vez en cuando alguna cosa sobre la ciudad y su región, Asturias; así, desde bastante temprano y quizá de forma insólita para mi edad, conocí la mítica batalla de Covadonga y el inicio de la Reconquista, y aprendí algo sobre el presunto carácter asturiano, desde luego no en el entonces todavía inexistente y precario libro de Somoza, sino, más bien, en La ilustre fregona, de Cervantes.

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Sin embargo, mucho más que la de Covadonga, me enardecían las batallas de la Guerra Civil de las que me hablaba mi padre, que había vivido la guerra de España con pasión, como el gran ensayo general de la resistencia europea contra los fascismos. Es decir, Oviedo significaba, ante todo, los mineros de Asturias, la grandeza épica y moral de la lucha popular por la libertad; la fascinación asturiana tenía un aura de Victor Hugo, de epopeya.

El verdadero encuentro con Oviedo -todavía no físico, sino mental- se produjo en las páginas de La Regenta, la obra maestra de Clarín, gracias al cual la capital de Asturias se convirtió en una capital de la literatura universal, como el París de Balzac, el Dublín de Joyce o el Trieste de Svevo. Sé muy bien que Vetusta no es el retrato objetivo de Oviedo, sino la grandiosa exageración y quizá la deformación simbólica subjetiva de un gran escritor, que a menudo tiene el derecho y el deber de recrear, aunque sea exagerándola y alterándola, la realidad; "el pávido respeto a lo real es la carcoma que mata a los mediocres", escribió el narrador árabe italiano Alessandro Spina. Muchas veces es la deformación la que capta, aunque sea al revés como en el negativo de una fotografía, la esencia de las cosas.

Siempre me ha llamado la atención que el admirable retrato poético de Oviedo, el libro que la situó en el escenario mundial, sea un retrato crítico y despiadado, agresivo y amargo, negativo; también lo son otras representaciones literarias de la ciudad, incomparablemente menos importantes en el plano artístico y tal vez -no estoy en situación de poder juzgar- tan discutibles como él en el plano objetivo, como los libros de Ramón Pérez de Ayala o de Francisco García Pavón. Pero sólo las grandes realidades pueden ofrecer material y pretexto para una representación capaz de destacar su grandeza a través de la polémica y la negación, y, por otra parte, sólo la crítica, la negación y la denuncia pueden, en la modernidad, sacar verdaderamente a la luz la grandeza de una realidad vital (y necesariamente contradictoria) que, en cambio, acaba desnaturalizada y adulterada por la nostalgia sentimental, la emoción elegíaca, el idilio, suficientes para unos rincones de provincia condenados a marchitarse mientras se idealizan a sí mismos.

No hablamos de grandeza material, porque hasta el pueblo más diminuto, como los shtetlach judíos de la Polonia de Singer o las 16 casas de Paniceiros de Xuan Bello, puede ser -cuando se vive con libertad, con la mente y el corazón abiertos- un centro del mundo y de la experiencia del mundo, de su "historia universal"; como puede serlo un patio estrecho en el que unos niños juegan y descubren la aventura, la amistad, la vastedad de la vida. Vetusta es una negación de Oviedo, pero es también su épica y su gloria; toda declaración genuina de amor, en la edad moderna, debe atravesar las horcas caudinas del rechazo y la crítica. La Regenta es un gran libro que inspira el amor a España precisamente porque está exento de todo estereotipo y lugar común "típicamente" (y, por tanto, falsamente) español.

Luego llegó el encuentro con la realidad de Oviedo y Asturias, en un fascinante viaje con amigos españoles, que me hizo amar la región y su capital, su paisaje, su atmósfera, incluso su sidra. No podía imaginar que un día volvería para recibir el Premio Príncipe de Asturias. Pensaba, por supuesto, que siempre iba a observarlo y admirarlo desde lejos, como uno de los reconocimientos internacionales más importantes, rigurosos y significativos. España ya había acogido con increíble generosidad y amistad mis libros, se había convertido en el país en el que -como escritor y no sólo como escritor- me encuentro más a gusto, y debía agradecer a los críticos y los lectores españoles no sólo un recibimiento extraordinario, sino también un diálogo fecundo que me ha servido para aclararme yo mismo. Sin embargo, no se me había pasado jamás por la cabeza la idea de que el Premio Príncipe de Asturias pudiese coronar esta magnanimidad de España. Cuando llegué a Oviedo, mientras me llevaban en coche al Hotel de La Reconquista y veía la muchedumbre que abarrotaba las calles, pensé que quizá se trataba de alguna manifestación, de alguna demostración de protesta política o social, y me quedé asombrado, estupefacto, cuando vi que aquella muchedumbre tan cálida estaba allí para esperar y saludar a los premiados, a nosotros, a mí… Así como en algunas constelaciones afortunadas tout se tient, en aquellos días, los escaparates de la librería Cervantes de Oviedo estaban dedicados a exponer las versiones españolas de los libros de Marisa Madieri -también recibidos con grandes elogios en España- y su retrato, y aquello también supuso para mí una fiesta, otro premio.

Tendría que decir tantas cosas sobre aquellos inolvidables días del Premio, sobre lo que ha significado en mi vida, sobre mi profunda gratitud. Debería hablar de la alegría de estar unido a las demás personas que han recibido el Premio, y, sobre todo, de la noble gentileza y amabilidad de quienes lo organizan, que se han convertido en amigos míos. Entre tantas cosas, me impresionó el estilo: un estilo en el que el respeto a las formas, la etiqueta obligada y precisa, se apoyaba en una espléndida armonía con la soltura y la sencillez, con la afabilidad, empezando por el tono y la humanidad verdaderamente extraordinaria de su majestad la Reina y sus altezas reales, los Príncipes de Asturias. Eran visibles la ley fundamental y la naturaleza de la forma auténtica, que no agarrota la vida sino que le da orden y armonía. Creo que el Premio Príncipe de Asturias es un modelo de apertura cultural libre que contribuye a formar una Europa nueva y más unida.

Es cierto que, desde aquel día, corro un gran peligro: soy, por tradición familiar y convicción personal, un viejo republicano, educado en la fe política de Mazzini y su republicanismo incorregible, pero en el Oviedo del Premio Príncipe de Asturias hay una fuerte tentación de convertirse en monárquicos… l

© Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

2004: Premio de las letras

La imagen plural de la literatura. El jurado del Premio de las Letras 2004, presidido por Víctor García de la Concha, director de la Real Academia Española, subrayó cómo Claudio Magris (Trieste, 1939) "encarna en su escritura la mejor tradición humanista y representa la imagen plural del comienzo del siglo XXI. Una Europa diversa y sin fronteras, solidaria y dispuesta al diálogo de culturas", y de su poderosa "voz narrativa, espacios que componen un territorio de libertad, y en ellos se configura un anhelo: el de la unidad europea en su diversidad histórica".

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