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MANERAS DE VIVIR

El loco genial que cuadró el círculo

Rosa Montero

Hay un libro raro de Raymond Queneau titulado Locos literarios (editado por la Asociación Española de Neuropsiquiatría) que hace una especie de inventario de chiflados y excéntricos franceses, la mayoría del siglo XIX. Queneau los descubrió a fuerza de husmear en las bibliotecas, de modo que todos son escritores publicados. A mí lo que más me ha impactado de este cúmulo de personajes anómalos es lo mucho que se parecen sus delirios. Esto es, los seres humanos somos siempre tan predecibles y tan semejantes unos a otros, que hasta en nuestra anormalidad somos normales.

Y así, uno de los rasgos más repetitivos de estos locos literarios es su obsesión por ser extraordinarios. No me extraña nada, porque eso, la percepción de ser de algún modo especial y de que lo que sientes sólo lo sientes tú, es, paradójicamente, una de las emociones más comunes y vulgares del ser humano. Los chiflados de Queneau sólo llevan este sentimiento universal un poco más lejos, hasta llegar al delirio de grandeza o el mesianismo: "Seguro de la victoria, tomo, sin más demora, mi título inmortal, que nadie en el mundo puede negarme", dice uno; y otro, refiriéndose a su propio libro, lo define como una "inmortal obra perfecta". Qué ironía que al creerse únicos se parezcan tantísimo.

"Los cuadradores hacen cálculos matemáticos alucinados y dedican sus vidas a esto"

El grupo más fascinante de excéntricos que presenta Queneau son los cuadradores. Probablemente no lo sepan (yo desde luego lo ignoraba), pero una de las ramas más nutridas de la extravagancia es la de aquellos individuos que creen haber resuelto la cuadratura del círculo. Se ve que este problema, en apariencia simple pero irresoluble, atrae al delirante como la miel a las moscas. Los cuadradores hacen cálculos matemáticos alucinados y dedican sus vidas a esta espinosa cuestión. La mayoría son, además de estrafalarios, bastante insoportables en sus ínfulas de superioridad. Pero hay un cuadrador maravilloso, mi personaje preferido del libro: Joseph Lacomme, un campesino pobre e ignorante nacido en 1792.

Lacomme no sabía leer ni escribir, pero era naturalmente despierto y voluntarioso, y consiguió aprender el oficio de tejedor y ascender socialmente a la categoría de obrero. Así vivió laboriosa y anónimamente hasta los 44 años, momento en el que construyó un pozo en su casa. Como tenía que pavimentar el fondo, le preguntó al profesor de matemáticas del pueblo cuántos bloques de piedra necesitaba para un pozo de X anchura. Y el profesor le dijo que no le podía contestar con precisión, porque nadie había encontrado todavía la relación exacta de la circunferencia con el diámetro. Esta relación, naturalmente, es Pi, ese número que, como se sabe, empieza por 3,1416 y posee una sucesión inacabable de decimales. Pero el asunto del pozo sucedía en 1836, y la demostración de la trascendencia de Pi o, lo que es lo mismo, de la imposibilidad de cuadrar el círculo no la conseguiría Lindeman hasta 1882, de manera que, en el entretanto, nuestro obrero analfabeto bien podía aspirar a resolver el problema.

Y eso es lo que hizo, con una pasión y una entrega admirables, demenciales, heroicas. Vendió sus telares, su casa, las modestas posesiones que había ido ganando en toda una vida de esforzado trabajo, y se dedicó a construir cubos y cilindros, a llenarlos de agua, a pesarlos. Como tampoco sabía contar, aprendió los números copiando y memorizando las cifras de los portales de una larga calle. Lo más increíble es que después desarrolló un ingenioso método propio para multiplicar y dividir. O sea, reinventó la multiplicación y la división. Verdaderamente era asombroso.

Por medio de sus cálculos y de sus experimentos con agua, llegó a la muy aproximada cifra de 3, eso sí, sin decimales. Y ahí empezó su larga agonía. Quiso presentar sus resultados a las diversas academias de ciencia francesas, pero los sesudos científicos pensaron que ese obrero analfabeto era un maldito loco. Fue encerrado varias veces en psiquiátricos, maltratado, vejado. Lacomme, más inmenso y digno aún en su desgracia, siguió peleando sin rendirse y consiguió ser llevado ante los tribunales, que le pusieron en libertad. Esta es una historia con final feliz: casi septuagenario, logró que la Sociedad de las Ciencias y las Artes de París reconociera su labor y le diera medallas y diplomas. Un folleto impreso contó su pasmosa vida, y de ahí lo sacó Queneau. No está nada mal para un pobre tipo que no sabía leer ni escribir. Desde luego su obsesión fue extravagante y absurda, pero, ¿no hay algo absurdo en todo destino humano? Si hubiera pertenecido a otra clase social y hubiera tenido otra educación, tal vez no hubiera sido llamado loco, sino genio.

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