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COLUMNISTAS
Columna
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Que vengan, que se queden, que no se vayan

Javier Cercas

Este verano he descubierto el Mediterráneo. Antes por supuesto sabía que existía, lo conocía racionalmente, pero la razón es una facultad que padece limitaciones insuperables, que a veces la experiencia suple. El primer vislumbre de esa verdad evidente lo tuve una mañana de principios de agosto, en un ambulatorio. La tarde anterior había estado jugando un partido de waterpolo en una piscina y, en el fragor de la contienda, una bestia de 14 años me atizó un balonazo homicida en el ojo derecho; la criatura no actuó sola, sino con la complicidad activa de David Trueba, quien de este modo se vengaba de las torturas que le infligió un libro mío que, contra toda razón, se empeñó en adaptar al cine. Consumada la felonía, los agresores fingieron interesarse por mi ojo a la funerala, pero yo me sobrepuse con admirable entereza a la adversidad y a su cinismo, y heroicamente me negué a ser examinado por un médico. A la mañana siguiente, sin embargo, a punto estuve de desmayarme cuando vi mi ojo en el espejo, así que salí pitando hacia el ambulatorio. Tras la espera preceptiva, me recibió el oculista. Era una mujer joven, muy seria, morena y de rasgos aindiados; apenas empezó a hablar reconocí la música cantarina del peruano. Antes de que procediera a examinar mi ojo lastimado, hablamos durante un rato inesperadamente largo; luego me recriminó con suave firmeza mi retraso en acudir al oculista, con varios aparatos auscultó mi ojo, verificó el estado de mi visión, me explicó con toda exactitud qué era lo que podía haberle ocurrido a mi ojo y qué era lo que efectivamente le había ocurrido, me dio consejos, contestó sin prisa a todas y cada una de mis preguntas (relacionadas con mi ojo o no), me transmitió tal seguridad en mi estado de salud general, en suma, que cuando salí de su despacho, más de media hora después de haber entrado en él, daba tales saltos de alegría que en recepción tuvieron que llamarme al orden.

Dos semanas después tuve el segundo vislumbre del Mediterráneo. Aquel día yo había cedido a la ocurrencia suicida de convertir mi casa en la sucursal de una compañía de trata de niños. Preventivamente (y pese a la ausencia de David Trueba), me negué a jugar al waterpolo, limitándome a ejercer de capataz y a tratar de minimizar pérdidas. Sin embargo, a media tarde uno de mis rehenes empezó a ser presa audible de un ataque de asma y, un poco asustado, cargué como pude en el coche a la banda (había niños por todas partes, salvo en la baca) y me fui al ambulatorio. Allí nos atendió un médico pequeño, joven, gordito, bronceado y medio calvo, que al abrir la puerta de su despacho sonrió de oreja a oreja, abrió los brazos como si en cada mano llevara unas maracas y gritó con inconfundible acento cubano: "¡Carajo, pero si ha venido todo el colegio!". Luego, con una alegría inagotable, apaciguó a los niños, al tiempo que me tranquilizaba examinó al enfermo, le puso una máscara de oxígeno y, mientras éste limpiaba de suciedad los pulmones, aprovechó para darles un repaso a los demás niños: curó la raspadura de una rodilla, diagnosticó un par de otitis leves, dio un par de órdenes que sonaron como consejos y contó un par de historias de médicos que reímos como chistes. Al despedirme, a punto estuve de pedirle su teléfono, para llamarle algún día y preguntarle si tenía tiempo de tomar una copa.

No hace mucho, el sabio cardiólogo Valentín Fuster aconsejaba a los médicos preocuparse menos de los avances tecnológicos y más de escuchar a sus pacientes y de atenderlos bien. Cuando salí de la consulta del doctor cubano me acordé de la oculista peruana, pero también de una dentista chilena y de un estomatólogo argelino y de un traumatólogo sirio, y sobre todo me acordé de que, casi siempre que consulto con un médico español, las consultas son muchísimo más ásperas y expeditivas, de manera que casi siempre salgo de ellas lleno de dudas y enfermo de lo que los franceses llaman pensaments d'escalier: preguntas que no tuve tiempo u oportunidad de formular donde y a quien debí formulárselas. ¿Significa esto que los médicos españoles son peores que los extranjeros? No, puesto que es un hecho que el sistema sanitario español genera desde hace tiempo profesionales muy apreciados en los hospitales de Europa y América. ¿Significa que han nacido menos atentos, más bordes o menos cordiales? No, puesto que es imposible sostener eso sin incurrir en una forma de xenofobia al revés. ¿Significa que están más hartos, más fatigados que los extranjeros, quienes no han perdido la ilusión y saben que tienen que abrirse camino y ponen todo su ímpetu y su coraje en ser mejores médicos que nadie, y que tal vez tienen que aprovechar las vacaciones de los médicos españoles para demostrar que son tan buenos como ellos? ¿Qué demonios significa eso?, me pregunté. Y entonces me pregunté si lo que vale para los médicos vale también para los arquitectos y los ingenieros y los albañiles y los camareros y los escritores y los abogados. Y entonces, en una humillante efusión de lirismo, pensé: Que vengan. Que no dejen de venir. Que se queden. Que no se vayan. Que follen. Que tengan familia. Que sean felices. Que coman perdices. Que nos enseñen. Que mejoren la raza. Que la ciudad sea suya. Y en ese momento me di cuenta de que acababa de descubrir definitivamente el Mediterráneo.

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