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SIN PERDER LOS NERVIOS
Columna
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Ciencia y hostias

Hay dos clásicos del verano, en lo que a noticias se refiere. Uno, el científico Stephen Hawking monta algo (creo recordar que el año pasado declaró que a veces no entiende nada, y yo me solidaricé con él, modestamente) y dos, se hace recuento de las mujeres asesinadas en nuestro país.

El hecho de que este verano Hawking haya preguntado en la Red cómo sobrevivirá la especie humana los próximos 100 años nos demuestra hasta qué punto sigue el gran sabio (y enemigo acérrimo de Bush: es la inevitable consecuencia de la sabiduría) sin entender qué vamos a hacer en el planeta al que le hemos tocado en desgracia. Con decirles que tuvo que ser uno de los internautas quien le diera ánimos al hombre, asegurándole que la humanidad siempre se las arregla para salir adelante, está dicho todo. "Habrá que irse a vivir al espacio", medita Hawking, y yo recuerdo inmediatamente el inicio de Blade Runner, con la china aquella que anunciaba parcelas verdes en no sé qué planeta, desde una inmensa pantalla que presidía la ciudad de Los Ángeles del futuro, convertida en una emponzoñada cloaca.

Incluso las más desfavorecidas reciben a diario el mensaje subliminal de que hay que ponerse estupenda para que te respeten

Los Ángeles, por otra parte, ya ha empezado a decaer: que Tom Cruise se quede en el paro con tantas bocas por mantener es una pésima señal. Claro que tiene su lado bueno -aparte el hecho de que quizá ahora le dé por hacer películas interesantes- y es que es el primer despido de Hollywood que tiene por motivo una extravagante conducta fundamentalista y puritana, y no una extravagante conducta libertina y viva la virgen.

Todo esto desalienta al más pintado, por científico que sea, y más si tenemos en cuenta que Israel acaba de firmar un contrato con Alemania para adquirir dos submarinos con capacidad nuclear. Pero no se preocupen, lo más probable es que lo utilicen para pintarse las uñas. Sólo Irán alberga malas intenciones atómicas.

Respecto al segundo tema recurrente, la violencia contra la mujer, digamos que este agosto hemos hecho el ídem, pues ya contamos con 49 víctimas en lo que va de año (2,16 por mes; eso si no cae alguna durante la semana que queda). No sé en qué lugar de la lista de éxitos mundial nos deja este aumento del 30% de los asesinatos de mujeres a manos de sus parejas o ex parejas, espero que estemos en lo más alto. No en vano somos, en otras cosas, la octava potencia.

Hay un matonismo globalizado que supura desde las cúspides del poder, y también la desasosegante sensación de que nadie recibe su castigo. Las atrocidades de arriba alimentan a los de abajo para cometerlas también, a su manera. Y no estoy segura de que, a pesar de las leyes contra la violencia de género con que este país se ha dotado, hayamos llegado a la interiorización de la igualdad y el respeto. Vamos, no es que no esté segura. Es que estoy convencida de lo contrario.

En palabras de Maureen Dowd -la estupenda columnista de The New York Times- en su libro ¿Son los hombres necesarios? (lo edita Antonio Bosch en septiembre), hay una terrible cincuentización de la sociedad, en lo que se refiere al feminismo, que más que haber sido derrotado por el conservadurismo, lo ha sido por el narcisismo. La necesidad de agradarle al macho -a los que quedan- llena los gabinetes de cirugía estética y hace la fortuna de quienes fabrican los más peregrinos productos que tienen como meta engañar a la mujer prometiendo embellecerla. Incluso aquellas que no pueden permitirse ni siquiera pensar en mejorar su imagen para pillar un tío -cualquier tío: eso es muy de los cincuenta-, incluso las más desfavorecidas, reciben a diario el mensaje subliminal de que hay que ponerse estupenda para que te respeten. Y si no eres estupenda y no te respetas tú, qué fácil te será recibir la primera hostia.

Me temo que seguiríamos igual en otro planeta o en otra galaxia.

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