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HISTORIAS DE FAMILIA

La puerta cerrada

En el verano del año 2002 escribí un par de páginas en una libreta de tapas azules que llevaba para las anotaciones de un viaje. A ese breve texto le puse un encabezado con posterioridad, "¿Y vosotros quién decís que soy yo?". Es Cristo dirigiéndose a los apóstoles. Y debajo dice:

"En la madrugada del 20 de agosto de la pequeña ciudad de Toro desperté en el hostal Doña Elvira y decidí investigar a mi abuelo".

"La víspera le había dicho a mi compañera que ya que estaba en Toro quería preguntar por mi apellido en la Oficina de Turismo o donde ellos me mandasen. Ella había sido escéptica acerca de que me pudiesen ayudar, no conseguiría información, y yo le había contestado de mal humor que tenía interés en preguntar y que además siempre había querido venir a Toro y ya que al fin estaba allí pues quería preguntarlo. Debí darme cuenta ya entonces de que estaba verdadera y hondamente interesado en el asunto".

"En realidad, el viaje a Toro no había sido programado, estábamos viajando al Valle del Baztán para hacer un reportaje y teníamos que hacer noche en el camino, y fue mi compañera quien me propuso parar en Toro. Nunca habíamos estado allí ni ella ni yo, y también a la niña y al niño les podía hacer gracia conocer la ciudad de donde venía su apellido. Yo había comentado alguna vez que me gustaría conocer ese lugar, pero nunca había dado un paso para hacerlo. La idea de ir a Toro era parte de un lugar ambiguo y umbrío en mi interior al que no conseguía entrar y del que casi nunca salía nada afuera. Una zona de sombras, el lugar de mi apellido, De Toro, el que nos dio el padre de mi padre".

Para mí esta anotación tiene todavía todo el aire del insomnio, de la lucidez fría y terrible de la madrugada. Me evoca con fuerza aquella madrugada y aquella mañana en Toro. Una ciudad que tiene su subsuelo excavado por bodegas de un vino denso y amargo, fuerte. La ciudad de Toro se levanta sobre un gran hueco y yo me sentí así, con un hueco debajo, aquella mañana mientras desayunábamos en el hostal Doña Elvira.

E hice lo que nunca había hecho, interrogarme por mi apellido, que venía de aquella ciudad aunque no tuviese allí parientes. Fui a la oficina de información, aunque al llegar allí comprendí que era absurdo. Absurdo preguntarle por mi apellido a una chica contratada por un par de meses para orientar a los turistas. Absurdo preguntarle por mi familia, por mi origen, por mi identidad. Absurdo preguntarle quién era yo. Y me quedé parado delante de ella sin saber qué decir, como si tuviese delante un muro. Me conformé con solicitarle una guía telefónica y buscar en ella otros De Toro. Nadie, no había.

Había que seguir el viaje pero me prometí que aquello sería el comienzo de la investigación de un hueco, un vacío. Una investigación del hombre que le había dado el apellido a mi padre, que se lo dio a sus hijos. Averiguaría quién había sido mi abuelo. Solamente sabía que se llamó Faustino y que nos dejó a los varones de su estirpe aquel apellido tan rotundo, con algo de tótem y, quizá, de destino. Y empecé a ver lo que me había sido invisible, que apenas sabía nada de mi abuelo paterno, era un fantasma. Y que tampoco sabía mucho del mundo de mi padre.

Esto que cuento sucedió cuando mi padre llevaba un año sin vista y sin memoria a consecuencia de un infarto cerebral. Quizá una cosa tuvo que ver con la otra, el infarto y la pérdida de memoria de mi padre y la parada y el insomnio en Toro y el deseo de investigar el origen de mi apellido paterno.

Mi padre nació en Formariz de Sayago, provincia de Zamora, y llegó a Santiago como soldado reenganchado y destinado a Intendencia en los años cuarenta. Por aquí pasó también su hermano Miguel, que me dejó a mí su nombre y se marchó a Brasil para siempre. Más tarde, mi padre trajo a vivir con nosotros a su madre, mi abuela Valentina, y unos años más tarde vendió la lejana casita de su familia y las pocas tierras que tenían, de modo que aquel lugar, aquel mundo, se cerró para él.

Habíamos tenido contacto con la familia que vivía en el cercano pueblo de Fermoselle, una prima de mi padre y sus hijos e hijas, incluso habían pasado temporadas entre nosotros, pero nuestra vida familiar era muy arraigada en la ciudad y la familia de nuestra madre era una presencia mucho más cercana e intensa. Era como si sólo fuésemos descendientes del linaje materno, porque mi abuela paterna, aunque vivió unos años entre nosotros hasta que murió, era una anciana sumida en remembranzas, novenas y senilidad. Su cabeza siempre estuvo en aquel otro lugar suyo, en aquel mundo que había dejado; cuando se murió supongo que de algún modo volvió allí. Supongo que ese corte con el mundo de mi padre también se debió a la velocidad, al vivir corriendo hacia delante y hacia arriba. El ansia no deja lugar al recuerdo.

Llegó un día en que ya los seis hijos fuimos hombres con colocación y mis padres se jubilaron. Entonces mi padre quiso volver a su aldea, Formariz, y a su pueblo, Fermoselle, y allí peregrinamos con mis padres los seis hijos con los nietos. Fuimos como turistas a aquel lugar que fue tan pobre y que ahora tiene etiqueta turística, Los Arribes del Duero. Saludamos a la única familia de mi padre, su prima y sus hijas, nos reímos mucho y visitamos los lugares de la niñez y juventud de nuestro padre, que iba recitando sus recuerdos asociados a cada lugar, cada casa. Esas cosas. Fue su viaje de despedida consciente de aquel lugar. Tuvo luego la pérdida de visión y de memoria.

De entre las fotos de aquel viaje escogí ésta. Una tarde de lluvia mi padre nos señaló la puerta de lo que fue su casa, la había comprado un vecino que la había incorporado a su propiedad y había cegado la puerta. Mi padre nos enseñó la puerta tapiada. Yo, enfermo de literatura, no pude evitar emocionarme ante un símbolo tan claro de tantas cosas y propuse fotografiar aquella puerta cegada. Me pareció demasiado literario fotografiar la puerta tapiada sin más, también me dolía pedirle a mi padre que se plantase él solo delante y ahí están posando él y su mujer. En el centro, mi madre; le hace gracia lo chocante del tema de la foto, fotografiarse delante de nada. A su lado, mi padre; me parece que está algo confundido, no sabe si le hace gracia o qué. A un lado, yo; se trataba de fotografiarlos a ellos dos, pero a mi hermano, no recuerdo si Óscar o Javier, le hizo gracia mi postura sujetando el paraguas para que no se mojasen mientras los retrataban. Estamos los tres tapando el motivo de la foto, la puerta tapiada.

Esta foto se me quedó grabada en la imaginación. Y estoy seguro de que las palabras que entonces no pronuncié ni escribí me brotaron un par de años después, aquella madrugada en Toro. Quería echar abajo una puerta cegada y saber lo que había detrás, entrar.

Desde entonces fantaseo sin quererlo una y otra vez con esa historia familiar y esa raíz que no tengo. Sin quererlo, voy allí en la imaginación. Y cuando me preguntan qué libro escribiré a continuación, cito un libro que se viene aplazando y que se llamará Buscando a Faustino, o quizá Camino de Sayago. O... Y tratará de mi abuelo. ¿O de mi padre? ¿O de mí mismo? Un día finalmente lo escribiré y lo sabré.

El autor y sus padres, delante de la puerta tapiada de casa de su abuelo.
El autor y sus padres, delante de la puerta tapiada de casa de su abuelo.

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