_
_
_
_
_
Reportaje:LA RESPONSABILIDAD DE LOS INTELECTUALES

Entre el miedo y la impunidad

Durante la represión de la posguerra miles de intelectuales sólo pudieron emprender tres caminos: el de los paredones de fusilamiento, el de los barrotes de la cárcel o el del viaje hacia el exilio. Por ello, algunos que se han ocupado en su obra de la historia reciente de España, como el cineasta Jaime Chávarri (Madrid, 1943), comenta con sorna y lucidez que "en realidad el franquismo contó con el apoyo de pocos intelectuales". A juicio del director de El desencanto o Las bicicletas son para el verano, dos de las películas más relevantes de la transición, "es cierto que aquellos que colaboraron con la dictadura nunca se arrepintieron ni pidieron disculpas ni nadie les exigió cuentas por su conducta". "Ahora bien", añade, "haber evolucionado en la dictadura a posiciones demócraticas como hizo Dionisio Ridruejo, el ejemplo más conocido, ya representaba un signo de arrepentimiento. De todos modos, el miedo fue lo que más definió el franquismo y las disidencias intelectuales se podían pagar caras".

Hace unos días en las páginas de este periódico el escritor gallego Suso de Toro (Santiago, 1956) afirmaba con rotundidad en una tribuna de opinión: "Pero no ha habido en España un solo caso de autocrítica verdadera. Ni de arrepentimiento. Y, si aceptamos que el golpe militar y el franquismo fueron un error histórico terrible, deberíamos esperar algún gesto como el de Grass. Pero ningún franquista se ha arrepentido, no. Ni siquiera Dionisio Ridruejo fue capaz de asumir la culpa, indudable en su caso". Es cierto que algunos intelectuales se desmarcaron del franquismo, pero fueron muy pocos en una lista que quizá podría reducirse a Ridruejo y Laín Entralgo. Otros se mantuvieron siempre fieles a su pasado como Pemán o Luca de Tena. También los hubo que transitaron por la democracia sin que apenas se recordara su pasado de servicios a la dictadura, como los casos de Camilo José Cela o de Gonzalo Torrente Ballester.

"Hubo de todo", opina el periodista Pedro Altares (Madrid, 1935), que fuera director de Cuadernos para el Diálogo, una de las revistas que más favoreció la reconciliación democrática en los años sesenta y setenta y que mejor reflejó aquella época. "No obstante", prosigue Altares, "cabría subrayar que en la transición y más tarde en la democracia nadie ha pedido cuentas a los colaboracionistas y eso que fue algo positivo, tres décadas después de la muerte del dictador, ha provocado que los franquistas se hayan crecido e intenten reescribir la historia a su antojo y en su beneficio. Ahora parece como si nunca hubiera existido un golpe militar contra un Gobierno legal y legítimo en 1936 o como si la represión no se hubiera prolongado hasta la ejecución de Salvador Puig Antich en 1974 o hasta las sentencias de muerte del otoño de 1975".

Son muchos los que, como Altares o De Toro, creen que hubo un exceso de impunidad en la restauración democrática hasta el punto de que parecía un toque de mal gusto o de revanchismo fuera de lugar recordar que Cela, más tarde Premio Nobel, fue censor durante la posguerra o que Torrente Ballester ejerció como entusiasta falangista y como ideólogo de la dictadura. "La verdad", resume Altares, "apunta a que los antifranquistas renunciamos a muchas cosas por aquello del miedo a hurgar en el pasado o a rescatar el odio".

El escritor Rafael Chirbes (Tabernes de Valldigna, Valencia, 1949), que ha utilizado con frecuencia en su narrativa los conflictos con el pasado, como en la novela Los viejos amigos, llega más lejos en sus opiniones cuando sostiene: "La transición convirtió en héroes a colaboradores de la dictadura. No podemos olvidar que Cela fue nombrado senador y que Torrente Ballester fue elogiado una y otra vez". Chirbes se alinea claramente entre aquellos intelectuales que piensan que la restauración democrática significó un pacto por el olvido que incluyó por supuesto que no se pidieran responsabilidades como ocurrió a la salida de las dictaduras en Argentina o en Chile. "El gran acuerdo de la transición", señala Chirbes, "pasó por no remover el pasado".

Junto al miedo, la impunidad aparece como la sensación más citada al analizar el papel de la cultura bajo la dictadura. De cualquier modo, la larguísima duración del régimen de Franco -que se mantuvo 39 años en el poder frente a los 12 de Hitler en Alemania o a los 23 de Mussolini en Italia- difuminó el papel jugado por profesores, escritores, abogados o periodistas que apoyaron el sistema autoritario. Después, cuando llegó el momento de redactar la Constitución de 1978, las generaciones que habían protagonizado la guerra eran ancianas y los jóvenes que dirigieron la transición, con Adolfo Suárez y Felipe González a la cabeza, eran partidarios de hacer tabla rasa del pasado. Y el miedo a que saliera mal la transición, a que se frustara el pacto,propició la impunidad.

El sociólogo Enrique Gil Calvo (Huesca, 1946), que ha estudiado diversas facetas de la sociedad española en sus libros, parte de una fecha muy anterior a 1975 para explicar la ausencia de catarsis en la intelectualidad española. "Cuando termina la Segunda Guerra Mundial", comenta este profesor de la Autónoma de Madrid, "los demócratas ganan en Alemania, en Francia o en Italia, se celebra el juicio de Núremberg o se procede a depuraciones. Por el contrario, los fascistas españoles se permiten el lujo de ir con la cabeza bien alta y sólo se ven obligados a dejar de presumir de las barbaridades que han cometido. Es decir, se convierte en una verdad privada la identidad de los fusiladores o los colaboracionistas, pero nunca se comenta ni reconoce en público. Es la doble moral típica de este país. Cuando llega la transición, se produce un pacto que yo creo que era contra natura que decreta una amnesia colectiva, un olvido histórico. Como consecuencia de esta doble moral los intelectuales que habían apoyado a Franco deciden guardar silencio sobre sus responsabilidades con la dictadura a cambio de convertirse en demócratas".

En opinión de Gil Calvo, esta filosofía de la doble moral es muy característica de países católicos como España o Italia y por ello no caben esos gestos morales de reconocimiento público de culpa como el del escritor alemán y premio Nobel, Günter Grass. Incluso algunos historiadores apuntan a que una buena parte de la sociedad española fue cómplice del franquismo, aquella famosa mayoría silenciosa de la que se hablaba a principios de los setenta. Sea como sea, la forma en que se asimila el pasado determina la forma de vivir el presente y de encarar el futuro. En esa línea, Suso de Toro escribía en el artículo citado, Una ración de cebollas, en alusión al título del libro de Grass: "Pero éste es un país sin culpa, nadie la ha reconocido. Quizá debiéramos hacerlo todos, porque cada generación ejerce un magisterio sobre las que le siguen y si estuvimos equivocados, o así lo creemos ahora, deberíamos decirlo".

De cualquier manera, lo que parece indiscutible es que este país se pelea continuamente por los fantasmas de un pasado turbulento, complejo y, desgraciadamente, poco estudiado.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_