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Tribuna:AUGE DE LA METALITERATURA
Tribuna
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El peso de un legado

SI GRECIA no hubiera urdido la mejor literatura jamás conocida en Occidente y si Roma no hubiera sido tan proclive a la ociosidad y el excursionismo, los avatares de la tradición literaria europea habrían sido muy distintos; pero fueron tan potentes los logros de la literatura griega arcaica y clásica y fue tan poderoso su influjo en una Roma poco original, helenizada y expansiva, que desde entonces para acá, acaso con la salvedad que se apuntará al final de este artículo, la literatura de nuestro continente se ha visto empujada -sin asomo de violencia, por lo demás- a repetirse, glosarse, comentarse a sí misma y autorreferirse a partir de sus formas, argumentos y procedimientos primigenios. Sólo cabe añadir la influencia de la literatura bíblica para que quede completamente dibujado el mapa de los ancestros literarios de Poniente.

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Desde entonces, es decir, en el más generoso de los casos desde Israel, Grecia y Roma, casi todas las literaturas que se han producido en el seno de nuestro continente y de nuestras lenguas, las antiguas, las modernas y las contemporáneas, han acusado la impronta de un legado que, por su mero peso específico, tenía todas las posibilidades, y aún más, de perdurar y de quedar, en el trasfondo de toda materia literaria, como un monumento no sólo indeleble y substancial, sino, además, útil, productivo y apetitoso.

Las órdenes monásticas medievales se encargaron de una conservación todavía digna de aplauso y del mayor asombro y reconocimiento; el movimiento humanista, desde Petrarca, sólo pareció vivir para restaurar los grandes hitos de las literaturas clásicas; Neoclasicismo, Ilustración y Romanticismo no fueron ajenos a esta restauración, y hasta movimientos episódicos como el de los Parnasianos en Francia o el de los Novecentistas en Mallorca y Cataluña forjaron una literatura basada no sólo en los procedimientos de la mímesis de lo real, sino también en la copia o la reelaboración de los emblemas literarios heredados. En este sentido, el juego entre literatura y metaliteratura, o entre ficción y metaficción si nos ceñimos a este género, ha sido constante a lo largo de más de treinta siglos de producción oral y escrita en nuestras tierras. Toda originalidad ha estado cargada de legado, y este legado ha conocido metamorfosis que no llegan a disimular, en muchos casos, la fuerza -angustiosa para unos, celebrada por otros- de los patrones canónicos originales: Galdós recreó el drama de Electra, Unamuno siguió la errancia de Caín, Thomas Mann resucitó la historia de José y sus hermanos en una de sus novelas más fastuosas, Joyce hilvanó su Ulysses de la mano de las aventuras de Odiseo, y hasta Kafka, siempre tan moderno, no dejó de recordar, remodelándolo, los mitos de Poseidón, Prometeo o el canto de las sirenas.

Luego, con los siglos, se añadieron más valores canónicos a los que ya existían: y ahí quedan los herederos de Cervantes en la literatura inglesa y norteamericana o los de Shakespeare y Goethe en la literatura universal para dar cuenta de esta extraña pasión gracias a la cual la historia literaria de Europa acaba simulando una maraña de hilos en la que siempre cuesta distinguir los cabos fundacionales de sus consecuencias más o menos deshilachadas: todo se confunde cuando se ha leído más de la cuenta, más todavía si se ha leído sin orden sistemático, y parece ya imposible hallar, en nuestras literaturas, algo que pueda ser denominado original en absoluta puridad: muy cerca de nosotros queda Borges para demostrarlo.

Quizás con una salvedad: los últimos cincuenta años de nuestra historia literaria continental parecen más desmemoriados que todas las centurias que los precedieron; y hoy abundan, más que nunca, dos fenómenos que se hallan en polos opuestos: por un lado, juegos malabares de metaficción al estilo de Pálido fuego, de Nabokov, o de Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas, que excusan un viaje al pasado más original de nuestra cultura literaria; por otro lado, producciones escritas en el seno de culturas que cabría denominar "ingenuas" -siguiendo a Friedrich Schiller-, que elaboran sus ficciones, por ignorancia o por sobrepeso de sus determinaciones históricas contemporáneas, sobre el relieve de los hechos más candentes y reales: así en el caso de muchas literaturas emergentes de Europa, más todavía de otros continentes, felizmente desorientadas según como se mire, gracias a las cuales surge de nuevo, como en los albores de nuestra tradición, una literatura inmediatamente adecuada a los datos ofrecidos, de primera mano, por la realidad.

Hubo una mímesis cargada de inocencia tiempo atrás, pasaron muchos siglos de metaliteratura preñada de admiración o de nostalgia, y parece que asistiremos, cada vez más, a la restauración de una literatura de ficción por fin liberada tanto del peso del canon literario como de la neurótica pasión de hacer literatura sólo sobre la base de la literatura misma.

Jordi Llovet es crítico literario, catedrático de Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona y autor de Teoría literaria y literatura comparada (Ariel) y Lecciones de literatura universal (Cátedra).

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