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Reportaje:LITERATURA Y CAMBIO CLIMÁTICO

El síndrome de la rana hervida

Yo nací en Burgos en el mes de enero, un día de fuerte nevada. Mi madre era entonces una mujer joven de poco más de treinta años. Aquel día, a pesar de la nieve y de su avanzado estado de gestación, mi madre salió a la calle, resbaló en la nieve y sufrió una caída. Afortunadamente aquello no tuvo mayores consecuencias que adelantar el parto, de modo que yo nací con un par de semanas de anticipación.

Como la mayoría de los niños de aquella época, yo nací en casa, en la misma enorme cama de matrimonio en la que había sido concebido. A mi madre le he oído decir que nací sobre la una del mediodía. La lengua española tiene una bonita expresión para describir un parto: dar a luz. A veces me ha gustado imaginar las circunstancias en que mi madre me alumbró, es decir, la nieve en las calles y en los tejados de una ciudad española de provincias en 1949, la ancha cama, el resplandor del mediodía de invierno en el balcón, los dolores y la sangre en el difícil trance del parto, (los partos y sus consecuencias eran entonces la primera causa de mortalidad femenina). Sobre todo he pensado en lo que oí decir a mi madre alguna vez, tiempo después: "Ahora ya no nieva como nevaba entonces". Éste es un hecho que la propia memoria de mi infancia puede corroborar. Ahora ya no nieva como nevaba entonces y aquellos inviernos silenciosos, espesos y blancos han quedado aislados para siempre en una especie de burbuja de cristal.

La idea literaria de calor está unida a Faulkner y la del frío es inseparable de Pushkin
La ausencia de nieves que ya evocaba mi madre puede anunciar tiempos duros para el planeta
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Año de nieves, año de bienes.

El hecho de haber nacido en un día de fuerte nevada no ha mejorado mi fortuna de una manera exagerada, ni me he visto abrumado de bienes, ni la naturaleza ha cometido despilfarros conmigo, creo haber recibido la porción de bienes naturales que más o menos me correspondía. Sin embargo, aplicándolo a la visión general, en términos de climatología, la ausencia de nieves que ya se afirmaba en los recuerdos de mi madre puede anunciar tiempos duros para el planeta, si se confirma lo que dicen los científicos y se formula negativamente lo que dice el refrán. A la ausencia de nieves siguen las calamidades.

Lo que yo sé sobre este asunto es lo que sabe el profano. Al fenómeno global del calentamiento del planeta puede aplicársele una forma de analogía que llaman el síndrome de la rana hervida. La experiencia es cruel, pero no tenemos necesidad de realizarla en directo. En un gran perol de agua fría se deja caer una rana. Al principio el animal examina su entorno con curiosidad. Entonces, lentamente, con la ausencia de escrúpulos de cualquier experiencia científica, empezamos a calentar el perol. Poco a poco la temperatura del agua empieza a subir. El batracio, animal de sangre fría, se adapta a la nueva temperatura. Mientras tanto, en aras de la demostración científica, continuamos calentando el perol. La rana colabora. No parece sentir molestias. Quizá encuentra que el agua está un poco demasiado caliente, pero continúa adaptándose. La temperatura del agua se va haciendo cada vez más alta. La rana, con una capacidad de supervivencia pasmosa, continúa tan tranquila, quizá ligeramente más nerviosa en su perol. Sin embargo, a partir de cierta temperatura, los sistemas de adaptación de la rana se colapsan y entonces la rana se muere de repente, completamente cocida.

Con ello hemos llegado al punto crítico que se pretende establecer con esta analogía atroz. Nosotros somos la rana. El planeta es el perol. Los analistas del cambio climático aseguran que el planeta está calentándose. También conocemos la asombrosa capacidad de adaptación de la especie humana pero podemos imaginar que se llegará a un punto en que se colapsen nuestros sistemas de adaptación. Minimizando la amenaza o confiando en nuestras posibilidades de supervivencia, la especie humana morirá sin darse cuenta, con poco e inútil ajetreo, cocida como la rana. La conclusión es sencilla. Es importante tomar conciencia de que el agua está calentándose y hacer lo posible para apagar el fuego bajo el perol. Ahora bien, si el proceso escapa al alcance del hombre, si obedece a fuerzas que no son las nuestras, si cumple ciclos que no son de nuestro calendario en la Tierra, podemos considerarnos una especie en vías de extinción.

Me han preguntado si yo creía que había alguna relación entre la literatura y el clima. Supongo que se trata de aclarar si existe una literatura tropical, una literatura de los ardientes desiertos, una literatura de las estepas heladas. Desde luego hay que admitir, atendiendo a la demostración anterior, que el calentamiento global del planeta amenaza al hombre como especie y al individuo como novelista. A la sombra de una amenaza de rango superior podemos entretenernos en asuntos menores, como aquellos personajes que mantenían conversaciones filosóficas en los tiempos de la peste.

No es difícil relacionar la literatura con las ciencias, las artes o la técnica. Las minuciosas argumentaciones del Siglo de las Luces, desde Voltaire a los relatos libertinos, son inseparables de la utilización del cálculo infinitesimal en matemáticas, que se produce por la misma época. Del mismo modo se podría estudiar la influencia de la pintura impresionista en cierto tipo de descripciones de Flaubert. Y se podría examinar el impacto que ejerció la difusión de la electricidad doméstica, doloroso y violento según Kafka, en la percepción de las escenas literarias de interior, hasta entonces suavizadas por la luz de las velas.

¿Pero el clima? ¿Se ha estudiado alguna vez la relación entre el clima y la literatura como en mi juventud se estudiaba la relación entre marxismo y literatura, o psicoanálisis y literatura? ¿Existe para el estudio sobre el clima y la literatura alguna figura de la talla de Sainte-Beuve o Bakhtin? El filósofo Gastón Bachelard abrió caminos nuevos con el análisis de los cuatro elementos y su influencia en la imaginación creadora: el agua y los sueños, la tierra y las ensoñaciones del reposo y la voluntad, el aire y la fantasía, el psicoanálisis del fuego...

No conozco el prestigio de que goza ahora Bachelard en las escuelas de estudios literarios, pero me parece que hubiera sido el pensador más distinguido para examinar la relación entre la literatura y el clima.

La idea de calor está literaria

mente unida a una fotografía de William Faulkner en mangas de camisa, sentado en una mecedora en el porche de Rowan Oak. La idea literaria del frío es inseparable de la figura de Pushkin, tendido sobre la nieve en un parque de las afueras de San Petersburgo, con una bala en el pecho, un 27 de enero.

Se ha dicho que la literatura española de finales del siglo XIX y principios del siglo XX es deudora del frío que entonces hacía en las casas. Supongo que a ello contribuye la famosa fotografía de Pío Baroja con una manta sobre las rodillas, junto a la mesa camilla y el brasero. Yo le oí hablar a Juan Benet del frío indescriptible que hacía en las casas de Madrid en los años cincuenta. Hoy todo ha cambiado radicalmente. La actualidad juega a favor de una literatura de verano con aire acondicionado.

La conferencia internacional sobre el cambio climático que se desarrolla en Nairobi debería solicitar la creación de un organismo similar a la Organización Mundial de la Salud, que dedique todos sus esfuerzos al problema, en la medida en que la respuesta esté al alcance del hombre, lo mismo que la OMS se dedica al control de la gripe, la viruela y la malaria. A mí me queda el recuerdo de las fuertes nevadas que marcaron mi infancia en los inviernos de una entrañable ciudad de provincias, generosa en clérigos y militares. ¿Será que el cambio climático es inseparable de la nostalgia? Pienso en mi madre y en el estribillo de la famosa balada de François Villon dedicada a las Damas de Otro Tiempo: Mais où sont les neiges d'antan?

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