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Reportaje:vida&artes

La resignación en el aeropuerto llega a su fin

Los cacheos integrales en las terminales sublevan a los pasajeros y desatan protestas - EE UU se enfrenta a la primera demanda por vulnerar la libertad personal - ¿La seguridad tiene límites?

¿Hay límites a las medidas de seguridad en los aeropuertos? ¿Hasta dónde pueden llegar los Gobiernos para prevenir atentados terroristas como los de Nueva York y Washington de 2001? ¿Es lícito poner en paréntesis las libertades personales entre la facturación y el embarque? Esas son las preguntas que se plantean, en estos días, los dos millones de pasajeros que transitan a diario por los 376 aeropuertos comerciales de EE UU, en los que desde hace un mes imperan unas nuevas normas de registro que, para muchos, van demasiado lejos. Hay una en concreto, un nuevo cacheo integral y exhaustivo, que ha creado una verdadera revuelta popular, jurídica y política.

Por un lado, el Gobierno está instalando una nueva generación de escáneres de cuerpo completo que ofrecen fotografías hiperrealistas del cuerpo humano. Algunos pasajeros se han quejado por el tipo de imágenes que esos escáneres producen, y los problemas que su difusión podrían suscitar. De momento, ha puesto en marcha unos 385 en 68 aeródromos, que conviven con los clásicos detectores de metales. Pero con el tiempo, ha quedado demostrado que esos escáneres no son el problema. El problema, de hecho, no tiene nada que ver con la tecnología, sino con los registros manuales. A los pasajeros que activen las alarmas en los detectores de metales les aguarda algo ya tan célebre como temido: el pat down. Así llaman los norteamericanos a un cacheo integral, desde la nuca a los pies, en que no se dejan de lado las partes más íntimas.

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Hasta hace un mes y medio, los cacheos se efectuaban con detectores de metales de mano, para identificar la zona corporal que activaba las alarmas y comprobar si se trataba de una prótesis o un marcapasos. Ahora se han retirado esos escáneres de mano y el agente de turno palpa a conciencia el cuerpo del pasajero, a la búsqueda de objetos extraños. Lo tienen que sufrir, siempre que viajen, las personas que llevan, por ejemplo, marcapasos o prótesis metálicas. El procedimiento es rutinario, siempre el mismo, y mientras lo va efectuando, el agente, que siempre debe ser del mismo sexo que el pasajero, le informa detalladamente de sus acciones.

Se ubica al pasajero en una alfombra con las piernas separadas y se le hace levantar los brazos a la altura de los hombros con las palmas hacia arriba. El agente se coloca tras el pasajero y comienza palpando la nuca. De ahí pasa a la espalda y baja por la parte exterior de las piernas. Por delante, registra a conciencia la zona pectoral. En el caso de las mujeres, se les palpa la base de los senos y se avanza por el estómago. Siempre se pasan los dedos por dentro de la cintura del pantalón o la falda. Posteriormente, el agente se pone en cuclillas, desliza el dorso de las manos por el interior de las piernas y llega a tocar plenamente ambas ingles, rozando con el interior de las palmas las partes íntimas del pasajero. Luego, el oficial comprueba que no haya restos de explosivos en sus guantes.

El 7 de noviembre, el pasajero Thomas Sawyer, de 61 años, acudió al aeropuerto de Detroit. Ha superado un cáncer de vejiga y lleva siempre adherida a su cuerpo una bolsa urinaria. Ésta hizo saltar las alarmas en un escáner de cuerpo completo. A Sawyer le hicieron pasar a una habitación separada, en la que le sometieron al temido pat down. Según él mismo recuerda, los agentes no le dejaron explicarles que llevaba un apéndice en el que se acumulaba su orina. "Les quise informar de mi bolsa urinaria. Pero el agente, con rudeza, me dijo que no quería saber nada", explica en conversación telefónica. "Con un gesto firme, bajó palma de la mano por mi pecho y me rompió la bolsa. No pidió perdón. No reconoció que había vertido mi orina por mi cuerpo. Nada de nada. Ni siquiera se ofreció a ayudarme".

"Puede marcharse", le dijo el agente. Sawyer le hizo caso, avergonzado. Posteriormente contó su caso en un blog y narró el suceso en diversos medios nacionales de EE UU. Finalmente, el propio gerente de la TSA, el organismo encargado de la seguridad en los transportes, John Pistole, le llamó en persona para pedirle disculpas. Aquel incidente aislado, sin embargo, fue una consecuencia lógica de una nueva política de cacheos que deja al pasajero en una posición muchas veces vulnerable. "Yo en aquel momento me sentí impotente, atrapado", añadió Sawyer. "Me sentí desprovisto de todo poder".

Ante sucesos como ese, dos estudiantes de Derecho de la Universidad de Harvard, Jeffrey Redfem y Anant Pradhan, demandaron el pasado 29 de noviembre a la TSA por violar la cuarta enmienda de la Constitución de EE UU, la que protege a los ciudadanos contra registros "excesivos" e "inmotivados". A Pradhan le pareció excesivo que unos agentes de la TSA le sobaran las nalgas y la entrepierna. En la demanda, asegura: "El cacheo integral, si se realiza de forma no consentida, podría equivaler a agresión sexual en la mayoría de jurisdicciones, y la intrusión que supone inspeccionar debajo de la ropa sería igualmente ilegal". Añade que "el riesgo abstracto de terrorismo, sin una amenaza creíble y específica... no lo justifica"

Son síntomas de un descontento de proporciones nacionales. Por primera vez desde el 11-S, muchos pasajeros han contactado con sus congresistas para decirles que, tal vez, este deba ser un punto de inflexión para que el Gobierno haga el vuelo más fácil y no un constante y permanente escrutinio que para muchos es humillante. Uno de los dos senadores por Florida, el veterano George LeMieux, expresó indignación en el Comité de Transporte: "No me gustaría que a mi mujer la tocaran del mismo modo que a los pasajeros se les está tocando. No me gustaría que me tocaran a mí de ese modo. Estoy de acuerdo con que la seguridad debe ser una prioridad para nosotros, pero necesitamos un equilibrio".

Otros congresistas han pedido que los agentes, simplemente, dejen de tratar a los pasajeros como si fueran el enemigo y busquen más una cooperación que un antagonismo. "El proceso de seguridad debería ser una colaboración entre los agentes de seguridad y los pasajeros para proteger tanto la seguridad nacional como la intimidad de los ciudadanos", dijo el pasado mes de noviembre en el Capitolio la senadora republicana por Tejas Kay Bailey Hutchinson. "Hemos recibido incontables quejas porque esos cacheos son demasiado intrusivos".

Las propuestas más drásticas pasan por devolverle la seguridad aeroportuaria a las subcontratas privadas. Es lo que ha planteado el representante por Florida, John Mica, quien ha escrito a los gerentes de 100 aeropuertos de EE UU para que sustituyan a la TSA por empresas independientes. "Esto es sintomático", asegura el congresista. "Es solo la punta del iceberg de los problemas que supone la existencia de esa agencia". La suya sería una petición casi anecdótica si no fuera porque, con la victoria republicana en las pasadas legislativas, Mica se ha erigido como el más que probable nuevo presidente del Comité de Infraestructuras y Transporte de la Cámara de Representantes, que comienza el nuevo curso en enero.

Olvida el republicano Mica que el 11 de septiembre de 2001 la seguridad de los aeropuertos norteamericanos estaba en manos privadas. Fue precisamente otro republicano, el entonces presidente George W. Bush, quien nacionalizó inmediatamente el sector. Hasta entonces, la seguridad en los aeródromos estaba en manos de subcontratas que les pagaban a sus empleados una cantidad aproximada de cinco euros por hora. En sus manos estaba una buena parte de la seguridad nacional. En todo el país había unos 18.000 agentes que en muchas ocasiones no pasaban los controles rutinarios mínimos. Por ejemplo, ya en 1978, una inspección de la Administración Federal de Aviación demostró que aquellos apáticos agentes habían dejado pasar armas -algunas cargadas- y artefactos explosivos en un 13% de ocasiones.

La llegada del 11-S era una cuestión de tiempo y, según Bush, de laxitud. La nueva agencia sustituyó a todas las subcontratas por 45.000 agentes de policía federal entrenados especialmente para inspeccionar a pasajeros. Por si acaso, solo recicló a un 15% del personal que trabajaba en seguridad aeroportuaria antes de septiembre de 2001. Desde entonces, nadie podría pasar a las terminales con utensilios como cuchillos. Todo el equipaje de mano debería ser examinado exhaustivamente. Y las maletas facturadas deberían pasar todas por rayos X, ya que hasta aquella fecha solo se inspeccionaba una de cada 20.

Desde entonces no ha habido un solo atentado exitoso en un aeropuerto norteamericano. Pero una escalada de intentonas ha ido incrementando la seguridad progresivamente. El 22 de diciembre de 2001, Richard Reid intentó volar un avión de American Airlines con destino a Miami. El explosivo lo llevaba en el zapato. Desde ese día, los pasajeros deben descalzarse. En 2006, un grupo de radicales intentó hacer estallar diez aviones con destino a EE UU y Canadá usando líquidos explosivos. Durante semanas, EE UU prohibió acceder a sus aviones con líquidos. Hoy en día solo permite recipientes de menos de 1.000 mililitros. Finalmente, el año pasado, un terrorista nigeriano usó explosivos plásticos. Los detectores de metales no son ya suficientes.

"No podemos olvidar que hace menos de un año, un terrorista suicida con explosivos en su ropa interior trató de abatir un avión sobre Detroit", dijo recientemente el jefe de la TSA, John Pistole. Umar Abdulmutallab pasó por el detector de metales del aeropuerto de Schiphol de Amsterdam, con destino a EE UU, sin detonar una sola alarma. En su ropa interior guardaba un paquete de unos 15 centímetros con 80 gramos de pentrita y una cantidad menor de acetona de peróxido.

Según diversas investigaciones del FBI, esas sustancias ardieron en lugar de explotar, quemando el suelo del avión antes de que otros pasajeros se abalanzaran sobre el terrorista. La lección que aprendió Washington es que no todos los explosivos no tienen por qué ser metálicos y que los detectores de metales son cosa ya del pasado. De ahí la necesidad del registro manual.

El gerente de la TSA acudió al Comité de Transporte del Senado el pasado 17 de noviembre y reconoció que el cacheo puede ser "invasivo". Pero dio a los pasajeros de EE UU que se disponían a volar durante las fiestas de Acción de Gracias y de Navidad un ultimátum: o se someten al cacheo o no vuelan. Pistole explicó que son muy pocos los que se ven obligados a someterse a esa inspección, solo los que despiertan las alarmas de los detectores de metales. "Estoy seguro, además, de que si se le ofrecen al pasajero dos posibilidades, volar y pasar el cacheo o quedarse en tierra, elegirán el cacheo".

Ese es precisamente el poder del Gobierno en este debate: que tiene la potestad de denegar el acceso a un avión a los pasajeros que no acaten las normas. En el debate político de la pasada década, la seguridad nacional de EE UU se ha impuesto siempre a cualquier otro argumento. Los 3.000 muertos del 11-S son un poderoso argumento disuasorio ante el que los norteamericanos han aceptado dócilmente cualquier nueva inspección en los aeropuertos de buena gana. Esa resignación parece estar tocando a su fin. Y el Gobierno va a tener que buscar o un cambio u otros argumentos igual de poderosos que los de los atentados para mantener sus controles.

Los escáneres de metales manuales ya no son suficientes para detectar posibles amenazas.
Los escáneres de metales manuales ya no son suficientes para detectar posibles amenazas.GETTY

Controles exhaustivos

- Detectores. Tras los atentados del 11-S, los aeropuertos extremaron las medidas de seguridad. Además de detectores de metales más sofisticados, prohibieron acceder a los aviones con líquidos (el máximo permitido es de 1.000 mililitros) y obligaron a descalzarse a los viajeros.

- Escáneres. EE UU ha instalado una nueva generación de escáneres. Toman imágenes realistas de cuerpo entero. Las protestas no se han hecho esperar. Sobre todo al saberse que Florida almacenó, asegura que por error, 3.500 imágenes captadas por estas máquinas. Algunas ya están en Internet.

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