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Columna
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John Berger

Los filósofos griegos pensaban que la prisa era un ansia extraña que sólo afectaba a los jóvenes y, al no saber analizarla, la interpretaban como una enfermedad del espíritu. Se vive deprisa porque tenemos la conciencia en un sitio y el deseo en otro. El mito romántico del siglo XX nació en una carretera de California cuando el Porsche Spider que conducía James Dean se estrelló a 150 kilómetros por hora; sin embargo, el héroe español de los últimos tiempos es un piloto de Fórmula 1 capaz de doblar esa distancia en menos de cuarenta minutos. Es muy difícil luchar contra las estadísticas, porque toda la industria del automóvil está montada sobre la potencia del acelerador y el ego que se prolonga con sólo apretar la suela del zapato. Si desapareciera ese aliciente, el negocio se vendría abajo.

Huimos para no ser alcanzados nunca, sin darnos cuenta de que la velocidad encierra siempre una ecuación imposible. Yo he tratado de perder la prisa este verano leyendo a John Berger. La poesía permite deshacer los nudos de la distancia como la teoría de la relatividad, pero sus efectos son más profundos.

Me gusta la idea del tiempo que hay en una voz al teléfono despertándote de madrugada en Nueva York o Los Ángeles mientras es media tarde en Madrid; o ese otro poema en el que un amante espera dentro de un coche mientras la lluvia arrolla el parabrisas. Leer es otra forma de darle la vuelta al tiempo.

Aunque en realidad la prisa no es una cuestión de tiempo, sino de pensamiento, por eso hay días fugaces y minutos que duran una eternidad. Las golondrinas que todos los años vuelan hacia el cuerno de África no tienen prisa porque llevan grabada en el cerebro la memoria de las constelaciones, pero el ser humano nunca ha tenido el temple de los animales para salvar las distancias, por eso es víctima de su propia velocidad.

A pesar de ello todavía quedan algunos lugares a los que uno puede regresar andando tranquilamente por un camino de pinos. A esta orilla de la ría llegaron desde que alcanzo a recordar todas las tormentas de septiembre con la puntualidad británica de las borrascas. Ahora en el lugar de la conciencia tengo una ventana llena de lluvia, pero he perdido el miedo a llegar tarde.

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