_
_
_
_
_

Contramundo

Se trata de un proyecto narrativo que comenta y critica, con agudeza y corrosivo humor, las corrientes políticas e ideológicas más influyentes y características de nuestra contemporaneidad. Una novela de Ignacio Vidal-Folch

Volvía a casa después de cuadrar los balances y contar tres veces el dinero. A veces, no me daba cuenta de que ya era de noche hasta que entraba en el piso en sombras, y entonces venían a mí flotando unos versos: Es de noche. Ahora hablan más fuerte todos los surtidores. Y también mi alma es un surtidor. Es de noche: sólo ahora se despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante…

El hombre que los escribió no tenía suerte. Tenía una salud pésima, se pasó la vida en guerra contra todo, desde Dios a la gramática, y combatía consigo mismo con tal crueldad que para escapar del dolor no le quedó otro remedio que volverse loco.

Igual que Aldana, vivió con un trasgo a brazos debatiendo. Pero versos como los de La canción de la noche, ¿quién, que no padezca horrores, quién que esté cuerdo y que no haya esculpido sobre el propio cráneo un rostro grotesco, podría escribirlos…?

Más información
Plan de evasión
Literati
La Segunda República Española. Una crónica 1931-1936

Si yo escribiese, escribiría otras cosas.

Por ejemplo:

Es de noche. Ya están encendidos todos los televisores.

Y también mi alma es un televisor…

Es de noche: sólo ahora se oyen todos los discursos de los locutores. Y también mi alma es el discurso de un locutor…

Durante muchos años la noche fue siempre igual.

Estaba en el sofá, entre una lata de cerveza y un cenicero lleno de colillas, irradiándome de azul con la luz del televisor e indiferente a los payasos de la tele, a la espera de que hablase Parvus y luego pusieran en la pantalla algún otro crimen un poco más sangriento y excitante, y después de echar una mirada al techo o de emitir un largo bostezo, volvían las sospechas de que el ancho mundo que está ahí fuera envuelto en oscuridad se reduce a esto:

Un pavimento de incesante alquitrán, sembrado de altos bloques de hormigón idénticos los unos a los otros, en el interior de los cuales la humanidad aguarda a que Parvus, el prefecto, el Eminente, pronuncie un discurso, corte la cinta con los colores de la bandera, y la enésima inauguración oficial de la semana concluya de una vez, para que empiecen por fin los anuncios de coches, heraldos de la película, el concurso, el partido de fútbol.

Iluminado por el aura azul del aparato, fui cediendo a la convicción, más sólidamente fundada a cada instante, a cada ceremonia, de que la Historia puede resumirse en dos párrafos:

Unos seres de confusa morfología, blandos y ciegos, emergen del limo oceánico y se arrastran penosamente hasta alcanzar tierra firme… Desde el fondo de los siglos se va irguiendo la horda patética, encarnación de una voluntad ciega e inapelable; abren los ojos. Recorren desiertos, salvan abismos; escapan de catástrofes; sobreviven al diluvio universal y a las guerras atómicas; les diezman las epidemias; exterminan a las demás especies para señorear la Tierra, destacan avanzadillas a la Luna y van más lejos aún, hasta rozar con las uñas el fondo del futuro… …para encontrarse a sí mismos de regreso aquí, envueltos en esta penumbra azul, distribuidos en grutas sofocantes dentro de los grandes cubos de hormigón, en grupitos familiares, parejas e individuos solos que se han desparramado sobre los sofás, entre latas vacías de cerveza volcadas por la moqueta y ceniceros llenos de colillas, para ver las palabras y escuchar el rostro de Socías.

Él es el analista de guardia, el intérprete preciso de las frases enigmáticas que el Prefecto, mago de la ambigüedad, farfulla en las ceremonias, en los cente- narios, quincuacentenarios y milenarios de los condes fundadores, en los funerales de los varones ilustres y repartos de medallas a los buenos ciudadanos.

Allá donde esté Parvus, muy cerca, a su lado y un paso por detrás, estará Socías, la cabeza ligeramente ladeada, la oreja bien tendida, tomando notas y barajando las palabras que empleará para transmitir a la plebe los oraculares dictados de su señor. Y como la función crea el órgano, el analista con el paso del tiempo se va pareciendo más y más al Analizado; Socías parece la réplica del Prefecto que se exhibe en el Museo de Cera, un muñeco más de ese inquietante museo de reproducciones que se esconde en una

plazoleta del casco antiguo, perfectamente olvidado —salvo por algún grupo de turistas, a los que el guía conduce un domingo por la tarde con promesas engañosas; y si encuentran a un vagabundo durmiendo la mona, le sacan fotos—. Una réplica de cera que se hubiese echado a andar, a vivir en órbita de Parvus.

Tanto se van pareciendo que cada día se hace más difícil distinguir al uno del otro, y agrada verles juntos, dos en vez de uno, en la pantalla. Cierto es que cada bolsa de carne, abultamiento y concavidad de la cabeza del Prefecto es la huella y manifestación física de un conflicto, de una lucha, de una victoria. De manera que en los bultos y socavo- nes que singularizan su rostro está escrita la historia de su conquista del poder: en la oblicua tristeza de las cejas, los años juveniles del seminario en Alemania, cuando iba para ministro de la Iglesia y sublimaba en la ambición cardenalicia los demás deseos y ambiciones. En el rictus severo y, a veces, amargo de la boca, la época de la lucha clandestina, la madrugada en que seis policías entraron en su casa y se lo llevaron en pijama, delante de los niños y la esposa horrorizados, los años de cárcel. En el aplomo y determinación de los ademanes taxativos, inapelables, la tardía conquista del poder y su ejercicio sostenido durante décadas.

Mientras que lo que está escrito en la apariencia del autómata es la historia de una empatía absoluta, de una admirada sumisión a quien encarna ese poder conquistado, el deseo de ser clon. Por si tú, lector, no sabes distinguirles, te aclaro que el original tiene bastantes años más que la copia. Si te fijas verás, a pesar del maquillaje, que las arrugas y surcos de un rostro son más hondos que los del otro. El que mantiene la vista clavada en el suelo, atento a paisajes que sólo él puede ver, por donde su pueblo, el pueblo elegido, escala las más altas cumbres de la felicidad y de la esencia para asombro de las demás naciones, ese que parece hablar consigo mismo y al que no se le entiende nada de lo que dice, ése es el Prefecto. Ha luchado más, ha sufrido más, ha vencido más. El otro, el que vocalizando untuosa y claramente, mirando a cámara, susurra: «Lo que ha querido decir el Eminente….», ése es Socías; de profesión augur, intérprete de la actualidad, y también difusor de luz desde la columna de un periódico, donde predica a los filisteos y se gana su nombradía; de él se dice:

—Desde luego, tiene información privilegiada y gracia para explicarla.

—Tiene chispa.

—Sobre todo es… agradable.

Es popular en el ateneo y en el casino del pueblo donde veranea. En esos sitios le sonríen, y no falta el típico chistoso que le pregunta:

—Socías, aclárame una cosa: ¿qué quiso decir ayer el Eminente?

Por si fuese verdad que el estilo es el hombre, aquí procede decir unas palabras sobre el de Socías. Un estilo actual. No tiene nada que ver con la oratoria imperial que se gastaban los gangosos de antaño, los sicofantes de la dictadura, con gafas negras y adjetivos rancios, a los que la generación de Socías, una joven generación de «comunicadores» sin grandes conocimientos ni ideales pero con mucho sentido común, alegría y ganas de vivir, empujó al desván de los malos recuerdos. Esa generación hedonista de la que Socías es el arquetipo aporta a los salones y a los comedores, ámbitos del televisor, desenvoltura y un tono ligero, jocoso, muy adecuado a nuestra realidad, porque en el Condado nunca sucede nada grave; y si un día sucediera, nosotros podríamos escapar en el último instante por una trampilla de prestidigitador, caer por un túnel y aterrizar sobre un blando montón de ropa para la lavandería. Somos gente espabilda, dinámica. Pose relajada, veladuras de ironía, un guiño imperceptible desde detrás de la pantalla azul. Si esa actitud general pudiera traducirse en palabras, diría algo así como: «No me lo acabo de creer; y tú tampoco, ¿verdad, amigo? Ah, el mundo es una gran, gran farsa.»

Pero esa desenvoltura, como digo, es pura cuestión de estilo, pues yo he visto al risueño exégeta trotando como un burro por los vestíbulos del aeropuerto, en pos del Prefecto y su séquito, que han pasado la aduana, que ya están embarcando en el avión, que no le van a esperar.

—¡Llego tarde! ¡Llego tarde!

¡Llegaba tarde al porvenir! Entre los dientes llevaba el pasaporte y el billete; con una mano arrastraba la maleta por las losas de mármol y con la otra sostenía en alto la percha con el traje, envuelto en una funda de plástico, el traje recién salido de la tintorería que lucirá mañana en los salones de alguna embajada mientras el Prefecto explica al cuerpo diplomático o al círculo de empresarios reunido para agasajarle:

—Our fatherland is a little country… between the holy mountains and the ancient sea… Nuestra pobre y pequeña patria… secularmente presa en las fronteras de una república que nunca la ha entendido…

¡Innumerables veces, a lo largo de los años, ante audiencias variopintas, incluidos los jíbaros reductores de cabezas y los perfumados barberos de la peluquería Dandy, ha repetido Parvus su jeremíaca cantinela! En cuanto empieza a afligirse por la pequeñez de nuestro país, sabemos que después viene la mención a los «agravios» históricos que un poder bárbaro e incompetente le ha infligido, sin haber logrado nunca doblegar su «fe de ser» ni sus vagos «anhelos»; luego llegará el momento de pensar en positivo, de cara al futuro, y pronunciará las palabras «inversión», «beneficios», «creación de puestos de trabajo», «dinamización», «competitividad» y otros conjuros, mientras la cabeza de Socías asoma tras su hombro izquierdo, luego tras el derecho, como un metrónomo, recordando «¡aquí estoy! ¡aquí estoy!»… y la lluvia de neutrinos de las ideas atraviesa mi cerebro sin dejar huella, y bajo el estrépito que levanta mi pelo al crecer oigo la voz del poeta: ya es de noche, ya cantan todos los surtidores…, y… ¡fíjate en Socías, pobre diablo! ¡Su sonrisa inofensiva, su ropa cómoda! Su nombre es Legión. También el mío, yo aquí mirando esto. Y también mi alma es un programa de televisión. ¿Te imaginas cómo sería pasar unas horas dentro de la piel del Eminente, pensando y hablando sin descanso de la patria y los traidores y los

bárbaros, y los agravios y las deudas que el mundo contrajo con nosotros en el año del Diluvio, cuando los bárbaros mataron a nuestro conde Galán, de una estocada a traición, cuando paseaba cantando una balada por el hayal viejo…? No, ni por todo el oro del banco; ni aunque me prometieran la jubilación anticipada, con el sueldo íntegro y dos secretarias a las que dictarles mis memorias desde los años de aprendizaje en Sótano 3 hasta el departamento de Prognosis en la sede central… No podría. Pero ser Socías, en cambio, sí podría. ¿Cuándo empiezan los anuncios?

Dicen que si vivimos lo suficiente, nuestras contradicciones, nuestros actos abyectos y nuestras hazañas se fundirán como las luces de colores de un castillo de fuegos artificiales; todo se lo llevará mezclado la deriva de astros, hacia los confines del universo en expansión.

Quién sabe. De allí nunca ha llegado nadie para contárnoslo.

Pero por si acaso, quiero dejar constancia de que no era yo, sino él quien se alejaba por el aeropuerto; iba sudoroso y el traje verde en la funda de plástico ondeaba a su espalda como un estandarte.

Portada del libro 'Contramundo', de Ignacio Vidal Folch
Portada del libro 'Contramundo', de Ignacio Vidal Folch
Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_