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Columna
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La misión de Uribe

Aunque el atentado de Londres facilita, por terrible que ello sea, la misión del presidente colombiano en su gira europea -Madrid y la capital británica-, Álvaro Uribe Vélez necesitará de toda su elocuencia para vender a algunos de sus futuros interlocutores la ley de Justicia y Paz. Este texto, ya aprobado por el Congreso de Colombia, pretende reinsertar, sin extradición y reduciendo mucho los casos en que puedan ir a la cárcel, a los paramilitares, asesinos, extorsionadores y narcotraficantes, en la vida del país de los dos océanos.

La teoría, generalmente sostenida en Colombia, de que la guerrilla de las FARC no libra una guerra nacional, sino una acción terrorista para defender su negocio -básicamente, también el narco- será hoy mejor comprendida por el dolor que causan las fechorías de Al Qaeda. Ello no desmiente, sin embargo, que entre la guerra al Occidente pos-colonial de Osama Bin Laden y la de Manuel Marulanda, exclusivamente contra Bogotá, no puede haber conexión alguna. Sólo el presidente norteamericano, George W. Bush, y el primer ministro israelí, Ariel Sharon, pueden creer, porque les conviene, en la naturaleza común de todos los terrorismos; pero Pedro Antonio Marín no es menos, por ello, un jefe terrorista.

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La masa crítica de la oposición a la doctrina de seguridad democrática de Uribe se concentra en esa ley de desmovilización de unos 13.000 paramilitares y algunos guerrilleros. El último, y excelente, fichaje del presidente, el politólogo Eduardo Pizarro Leongómez, cumplimentó hace varias semanas su propia pre-gira europea para allanarle el camino al presidente. El telonero de Uribe no pretendía, no obstante, convencer a nadie de que el texto fuera perfecto, sino que, prudentemente, se conformó con decir que se quedaba "a medio camino entre lo viable y lo deseable". O sea que los paras tienen que estar satisfechos con la ley, porque la equidistancia entre la justicia y la injusticia nunca puede hacer del todo justicia.

El problema, sin embargo, aún va más lejos porque no se trata sólo de que los paras vayan a recibir lo que habría que calificar de un perdón francamente general, sino que se van a convertir en actores privilegiados de la escena política y ciudadana. La instalación, autoridad y valimiento de sus mandos en la costa caribeña, por ejemplo, ya no escandaliza. Pero, pese a todo, ése tampoco es el asunto de fondo.

¿Quién mejor que la opinión colombiana para decidir a quién perdona y cómo? España tuvo su transición y la resolvió según sus circunstancias; en Suráfrica, los horrores del apartheid no parece que haya tenido que pagarlos nadie en particular. La política de seguridad democrática, a la que se le puede hacer toda clase de críticas como la de que no está nada claro que conduzca a la derrota de los agentes del terror, resulta inmensamente popular en Colombia. La opinión está convencida de que puede hacer ahora muchas cosas que no le eran posibles hasta hace muy poco; que su vida es más libre porque puede ir a comerse un ajiaco a la finquita de un primo; y, por ello, si se celebraran ya las elecciones presidenciales, que tocan a mediados de 2006, Uribe, a quien la Corte Constitucional difícilmente negará la oportunidad de ser candidato, lo tiene todo a su favor para ganar.

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Y esa opinión, aunque no festeje la relativa impunidad de los paras, sí que parece que asume el inevitable costo social para que siga adelante la política de seguridad. Ni el deterioro general de la situación económica; ni la existencia de una oposición -el Polo- intelectualmente respetable y con buenos apoyos en el exterior, aunque es cierto que fuertemente dividida, en parte porque no ve la forma de batir a Uribe; ni que la alcaldía de Bogotá esté en manos -Lucho Garzón- de lo que, quizá, es la única izquierda posible en Colombia, parecen hacerle ningún daño a este presidente-teflón.

Al jefe de Gobierno español, Rodríguez Zapatero, le podrá entusiasmar más o menos ese perdón de los pecados, en tanto decide si trata o no con ETA, pero es evidente que Colombia acepta como mal menor la ley. Y lo único que quedaría por exigir entonces es que si un improbable día las FARC quisieran de forma similar la paz, se les aplicara idéntico rasero.

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