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REVUELTA URBANA EN FRANCIA
Columna
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Del Estado social al Estado penal

Josep Ramoneda

1. "Los mediadores están hechos para dialogar; las fuerzas de seguridad, en primer lugar, para detener a los delincuentes: es éste quizá el verdadero cambio y el origen de los actuales enfrentamientos". Esta cita es de un artículo del ministro francés del Interior, publicado el sábado en el diario Le Monde. En el argumento de Nicolas Sarkozy está el fondo de la cuestión: la globalización ha otorgado al poder económico la capacidad normativa tanto en lo jurídico como en lo moral. La ley del mercado se ha convertido en un territorio autónomo sobre el que, entre la impotencia y la hegemonía ideológica, los Gobiernos están dejando de actuar. Es un proceso lento que empieza en los años setenta, al final de las tres décadas gloriosas del bienestar europeo. El Estado se ha ido apartando de las responsabilidades en materia económica y ha ido renunciando a compensar los efectos colaterales de la lógica del mercado. Esta ausencia amenazaba con debilitar por completo su autoridad: ¿de qué sirve el Estado si no nos protege de los vaivenes de un sistema económico cada vez más inestable y de más alto riesgo que se ha llevado por delante las fronteras y los valores que componían nuestros marcos de referencia y adscripción?

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La dejación del Estado ha obligado a los ciudadanos a buscar soluciones biográficas a contradicciones sistémicas (Ulrich Beck) sin que muchos de ellos estén en condiciones de encontrarlas. En una globalización por concentración, caracterizada fundamentalmente por la aglomeración de ciudadanos en los espacios urbanos y en las zonas más habitadas, como ha explicado Zygmunt Bauman, no hay territorios vacíos -no hay paraísos coloniales- a los que mandar a los residuos humanos que genera todo orden social.

En este contexto, el Estado ha descubierto en la seguridad la legitimación perdida al dejar de cumplir la demanda de los ciudadanos como Estado social. Y las palabras de Sarkozy son transparentes: del Estado social estamos pasando al Estado penal, un modelo, por otra parte, ya ensayado en Estados Unidos y del que Europa siempre había querido desmarcarse. Con la seguridad en el centro del discurso político -en un retorno a la idea hobbesiana de Estado-, todas las disputas por el poder pasan por este punto. Con lo cual se está jugando permanentemente con fuego. Presentar a la izquierda como demasiado tolerante, con la ayuda de los medios de comunicación que llenaron de sucesos los minutados de los telediarios, fue la estrategia de Jacques Chirac para derrotar a Lionel Jospin. Chirac se salió con la suya, pero Jean-Marie Le Pen pasó a la segunda vuelta. Cundió la alarma. Por arte de magia las noticias de violencia y delincuencia desaparecieron de los telediarios. Pero la extrema derecha ya había conseguido que los partidos políticos hicieran suya su agenda. La seguridad vuelve a estar ahora en el centro de la pugna entre Sarkozy y Villepin por la herencia chiraquiana. Estas subastas siempre son de alto riesgo. A Sarkozy se le fue la mano y Dominique de Villepin esperó a que la violencia suburbial se comiera a su adversario. Cuando los dos han querido corregir sus irresponsabilidades la mecha había prendido.

2. Si la seguridad es el único horizonte del Estado, no es extraño que la violencia aparezca como respuesta de los márgenes. Es una manera de existir, de salir en el telediario, que es lo que da carta de naturaleza en la sociedad mediática. Con sus acciones lo que están intentando precisamente estos jóvenes es integrarse. Existir en el panorama francés. Y lo hacen de una manera muy característica de la cultura francesa: por la vía del No, del rechazo. Lo explicaba un joven de 18 años a José María Martí Font: "Nos gusta vernos luego en la televisión. Nos hace sentir orgullosos". El nihilismo -la destrucción como forma de existir- es una manera de estar en una sociedad que ha preferido no saber de ellos y que sólo les reconoce cuando queman coches. Como tampoco es extraño que las fuerzas de seguridad, que ven a los políticos en una subasta para ver quién es más macho, tengan la sensación de que todo les está permitido. Y, cuando esto ocurre, en Francia acostumbra a emerger lo que Achille Mbembe llama "el lado oscuro" de la República: el racismo de Estado.

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La enorme dificultad de integrar a los inmigrantes de segunda y tercera generación, los hijos y nietos de los que participaron de los años gloriosos, demuestra la tendencia de los Gobiernos y de las sociedades a no querer ver problemas que llevan años configurándose. Son franceses y se sienten frustrados porque se les exige lo que no se pide a los demás franceses. El racismo cotidiano está ampliamente extendido y magrebíes y subsaharianos llevan la peor parte. Un currículo con estas señas de identidad va directamente a la basura. Los problemas de clase se duplican con los problemas de origen. La penalización es doble: por pobres, por su piel, sus nombres y apellidos.

Toda movida es terreno abonado para agitadores, pero es insuficiente reducir el problema a la manipulación de los jóvenes por parte de grupos organizados. Al fin y al cabo, lo que está ocurriendo estos días no es más que un cambio de escala en un rito de protesta recurrente -la quema de coches- que tiene incluso algunas citas habituales en el calendario francés. El aumento y la extensión de la violencia ha hecho que se tomara conciencia de un problema que en absoluto es nuevo. Para afrontarlo, André Glucksmann reclama con razón "más atención a las palabras". No se puede generalizar: ni son todos los jóvenes, ni son todos delincuentes. Por lo menos se distinguen tres tipos de prácticas violentas: la violencia contra ellos mismos, porque tiene mucho de violencia suicidaria la destrucción de las escuelas, de los escasos servicios de estos barrios, de los coches de sus familias; la violencia contra los demás, como expresión de rechazo a una sociedad que les esquiva; y la violencia como juego, que también existe: mi banda cotiza más que la tuya, a imagen y semejanza de las burbujas financieras.

3. Los procesos de cambio, a partir de la llamada globalización, acentúan el desamparo del individuo que ha perdido el marco natural de su biografía: un trabajo, un barrio, unos amigos, una cultura, unas instituciones de acogida. Entramos en un mundo de ciudadanos a la intemperie. La combinación de la renuncia paulatina del Estado a intervenir en las dinámicas económicas para paliar los efectos más desigualitarios, de la pérdida de referencias de gente que se siente descolocada porque, sin tiempo a elaborarlo, han cambiado los parámetros de su existencia, y del movimiento constante de ciudadanos en busca de futuro, que recorren el camino inverso al del periodo colonial, augura que lo que ha ocurrido estos días sólo es un ensayo. O una repetición, porque cosas parecidas han ocurrido en ciudades norteamericanas, alemanas o inglesas. La paradoja de la situación es que el Estado demediado actual necesita estos conflictos para legitimarse como Estado penal, es decir, para reforzarse a costa del miedo de los ciudadanos.

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