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UN ACUERDO HISTÓRICO SOBRE LA LENGUA
Columna
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Un cuerpo con 22 almas

Juan José Millás

La historia de la humanidad es la historia del cuerpo. El cuerpo viene produciéndonos de su aparición una extrañeza tal que no nos cansamos de representarlo, de reproducirlo, de reinventarlo para desgastar la emoción que nos provoca. La arquitectura, el arte, la mecánica no han hecho otra cosa que copiar el cuerpo o sus partes (¿qué es, si no, una casa, una grúa, una estatua?). La clonación es el conmovedor empeño de reescribirlo de arriba abajo, de forma literal, a la manera en la que Pierre Menard, el personaje de Borges, pretendía reescribir el Quijote.

La lengua es un intento más de comprender el cuerpo por la vía de calcarlo. Una oración gramatical contiene las mismas dosis de morfología, de sintaxis o de semántica que el organismo de un mamífero. Dios no inventó el bazo ni el páncreas ni el intestino grueso, pero creó la lógica que hizo posible la aparición de las vísceras. Si usted le implanta un trozo de su hígado a un familiar, usted no tiene que darle ninguna instrucción a ese fragmento hepático porque él sabe hasta dónde crecer, y en qué dirección. Si usted pronuncia las tres primeras palabras de una oración condicional, la oración sabe perfectamente en qué tiempo debe ir el verbo. Representamos el genoma con las letras del alfabeto porque no hay reflejo más fiel del cuerpo que la lengua, especialmente la escrita. Sorprende la cantidad de información que cabe en una célula, pero no es menos admirable la que cabe en una conjunción.

"El Panhispánico se dirige por igual a los necesitados y a los viciosos. Es claro, sencillo e implacable"
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Álex Grijelmo, en El genio del idioma, demuestra que ningún hablante al que se le propusiera crear un verbo nuevo a partir de un sustantivo preexistente, se le ocurriría terminarlo en er o ir (como temer o partir), sino en ar (como amar). ¿Por qué? Porque hay en el idioma una información genética, un impulso lógico, una poética, que nos obliga, lo pretendamos o no, a terminarlo en ar (nadie deduciría, de chat, chateer o chateir, sino chatear). Cuando movemos los labios, en fin, no decimos lo que queremos nosotros, sino lo que quiere la gramática, del mismo modo que cuando abrimos la mano aparece el número de dedos que quiere la biología.

El español es un cuerpo con 22 almas. Compartimos lo esencial (el sistema endocrino, la circulación sanguínea, el aparato digestivo...), pero nos asaltan dudas puntales en el uso, la pronunciación, la ortografía o el significado de determinadas palabras o locuciones. Un conjunto de sabios de las 22 academias de la lengua española ha superpuesto todas esas almas, como el que superpone un conjunto de esqueletos dibujados sobre papel cebolla, para analizar las diferencias y las semejanzas que hay entre ellas. Tras un trabajo de cinco años, han dado a luz un diccionario normativo que sirve lo mismo para un español que para un ecuatoriano; para un mexicano (¿se debe escribir, por cierto, mexicano o mejicano?) que para un salvadoreño; para un chileno que para un costarricense... Si usted busca el término overbooking, utilizado para expresar que una compañía aérea o un hotel han vendido más plazas de las que disponían, el Diccionario panhispánico de dudas le aconsejará utilizar sobreventa o sobrecontratación, que dicen lo mismo, pero con nuestro hálito. Si usted busca Méjico, le remitirán a México, donde le explicarán el porqué de la equis frente a la jota. Si usted no sabe si escribir pábilo o pabilo, cuba-libre o cubalibre, hondear u ondear, píxel o pixel, máster o master, reúma o reuma, no tiene más que abrir el diccionario y dejarse llevar.

Los diccionarios de dudas gozan de una tradición importante entre nosotros. Son útiles y divertidos a la vez. Personalmente, los consulto con frecuencia, unas veces por necesidad y otras por vicio. El Panhispánico se dirige por igual a los necesitados y a los viciosos. Es claro, sencillo e implacable, pero impone la norma por vía de la argumentación y del ejemplo. Posee además una unidad de estilo que no es común en las obras colectivas. Y hasta aquí hemos llegado, así que punto final (estuve a punto de escribir punto y final, pero consulté el Panhispánico y me disuadió. La denominación punto y final, creada por analogía de las correctas punto y seguido y punto y aparte, es incorrecta).

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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