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El proceso de diálogo para el fin del terrorismo
Columna
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Nadie puede sentirse agredido

Soledad Gallego-Díaz

La esperada intervención de José Luis Rodríguez Zapatero ayer en los pasillos del Congreso tuvo dos aspectos o capítulos muy diferentes y una pega reseñable. El primer capítulo, el fundamental, es el anuncio de que se abre por fin el diálogo con ETA. Lo más importante de todo este proceso es indudablemente lo más elemental: conseguir que los representantes del Gobierno y de los terroristas se reúnan para acordar los mecanismos del abandono definitivo de las armas, la total desaparición de la violencia y del asesinato político. Y eso es precisamente lo que anunció ayer el presidente del Gobierno.

Nadie puede sentirse agredido o irritado por ello. Ni las víctimas o sus familiares, ni el principal partido de la oposición. Es un primer paso que debe despertar razonablemente la esperanza en todos los ciudadanos, sea cual sea su opción ideológica. Ni los más críticos pueden encontrar argumentos en contra de ese anuncio: no hay en él nada que no sea una buena noticia. Con el tiempo quizás las convicciones políticas de cada cual le lleven a compartir o no el futuro desarrollo institucional de Euskadi; quizás unos y otros tengan argumentos para rechazar o defender la elaboración de un nuevo Estatuto de Autonomía. Es posible y será legítimo. Pero eso no está ahora en cuestión, y sería mezquino que el inicio de los encuentros no fuera acogido con satisfacción y confianza.

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La segunda parte de la intervención del presidente del Gobierno pareció casi una contestación pública a los últimos comunicados de ETA. Algunos especialistas afirmaban que era mejor no darse por enterado del contenido político de los documentos etarras y dejar para otra ocasión las menciones a un nuevo y gran acuerdo de convivencia pacífica para Euskadi. Otros, por el contrario, creían que era el momento de dejar marcados algunos principios básicos de la posición del Gobierno.

Zapatero optó finalmente por una opción intermedia: ni una palabra sobre los emplazamientos directos formulados por los etarras (por ejemplo, silencio sobre la exigencia de abandono inmediato de la represión policial), pero sí una amplia e inesperada reflexión sobre "los principios básicos del futuro de Euskadi". El presidente del Gobierno dejó claro que Batasuna o su heredera tendrá que someterse a la vigente Ley de Partidos políticos: si ETA desaparece, desaparece la ley, pero, mientras la organización terrorista exista, el partido político que comparta sus ideas tendrá siempre pendiente sobre su cabeza la amenaza de una nueva ilegalización. Pese a que pueda parecer algo ingenuo, quizás no sea mal argumento para recordar a una Batasuna legalizada que su principal obligación es ayudar a convencer a ETA de que desaparezca definitivamente.

El presidente no rehuyó tampoco en ese segundo capítulo uno de sus principios políticos favoritos, el que suele despertar más interpretaciones y anhelos distintos: el decidido respeto a la voluntad de los vascos siempre y cuando se exprese a través de las "normas y procedimientos legales". Para unos significa "siempre que se exprese y organice a través de un Estatuto de Autonomía" más o menos clásico. Para otros, alberga la posibilidad de "formulaciones más imaginativas". En cualquier caso, el presidente aludió después, como en otras ocasiones, a su "compromiso personal" con la Constitución de 1978, la que marca las líneas rojas dentro de las que habrá de moverse cualquier negociación política.

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Dos capítulos, diálogo y futuro, y una gran pega: confundir la comparecencia ante el pleno del Congreso de los Diputados con una conferencia de prensa en una sala adyacente. Los periodistas no son diputados y los pasillos no son sede parlamentaria. El presidente del Gobierno se había comprometido a acudir a la Cámara para solicitar el respaldo de todas las fuerzas políticas antes de abrir el diálogo con ETA. Según sus portavoces, optó por no cumplir su promesa ante la convicción de que el PP iba a protagonizar otra enorme bronca política. Seguro que tenía razón, pero, aun así, no es motivo suficiente. No es razonable renunciar a comparecer ante el Parlamento por temor a un enfrentamiento político, por muy feroz que se intuya o por muy injusto que se considere. En eso consiste precisamente la vida parlamentaria. Solg@elpais.es

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