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El hombre desenfocado

Es un nombre clave en la historia del cine. Un judío de Brooklyn que vive en Manhattan. Un ciudadano del mundo que arrasa con sus películas, auténticas obras maestras. Ahora estrena la última, 'Scoop', y se prepara para rodar otra en Barcelona y Oviedo, la ciudad que descubrió hace cuatro años

Jesús Ruiz Mantilla
"Las personas no son tan diferentes. Intento que mis historias cuadren en todas partes".
"Las personas no son tan diferentes. Intento que mis historias cuadren en todas partes".JORDI SOCÍAS

2002: Premio De las Artes

"Como yo, con mi angustia vital". Woody Allen se quedó fascinado con Oviedo cuando viajó allí en 2002 para recibir el Premio Príncipe de Asturias de las artes, concedido, según consta en el acta del jurado, por "su gran talento creador…, que ha hecho de él un hombre clave en el último tercio de la historia del cine". Su entrega a la ciudad fue correspondida por el Ayuntamiento de la ciudad con una escultura en bronce, 15 centímetros más alta que él, realizada por el artista asturiano Santarúa. "Es como yo, ha captado mi angustia vital", dijo, atónito, el cineasta cuando conoció su réplica en bronce. Su otro yo, al que todas las noches le roban las gafas, rememora los paseos del cineasta por la ciudad "deliciosa, exótica, bella y peatonalizada" que piropeó Allen, quien, con "su irónica sensibilidad", dijo el jurado, "ha establecido un puente de unión entre las cinematografías americana y europea, en beneficio de ambas".

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Tenía que haber sido boticario. Eso es lo que le decían sus padres. Una buena farmacia allí en Brooklyn, donde el chaval, con ese aspecto enfermizo y escuchimizado que ha tenido siempre, dispensara medicinas, vendas y cepillos de dientes para todo el barrio, sin meterse en líos. Pero su vida ha estado permanentemente desenfocada. Se empeñó en ser artista y de culto, se le metió en la cabeza escribir historias raras y jugar con los tabúes de una manera un tanto malabar, cambiarse el nombre y elegir uno más en concordancia con su espíritu de clown que de rabino. Así fue como Allen Stewart Konigsberg pasó a ser Woody Allen, el icono que en lugar de calmarnos los males nos los evidencia, si no con un ataque de hipocondría histérico, desnudándonos las vergüenzas con retratos descarnados de la especie, con ese sistema milimétrico de trabajo que tiene, y que alterna magistralmente el drama y la tragedia con su don innato para la comedia.

Por eso y, según el jurado, "por ser un hombre clave en el último tercio de la historia del cine y porque su ejemplar independencia y su agudo sentido crítico le perfilan como un ciudadano del mundo anclado en Nueva York", fue por lo que le dieron un Príncipe de Asturias de las Artes hace ya cuatro años, en 2002, un premio que él recogió como perdido en uno de sus sueños, dignos del Sigmund Freud más lúcido. "Cuando me lo dijeron, yo creía que había sido un error de algún funcionario. Y cuando fui y me vi rodeado de toda esa gente, de Daniel Barenboim y Edward Said; de Arthur Miller, que lo recogió el mismo año que yo; de los científicos, los médicos, pensé que en cualquier momento aparecería alguien para aclarar que lo mío había sido un error; pero no pasó nada, nadie se dio cuenta", asegura.

El caso es que Allen ha agradecido

siempre mucho su premio. Y se ha volcado en lo que ha podido con la Fundación Príncipe de Asturias y con Oviedo, una ciudad que le fascinó por ser lo contrario a Nueva York. "Tengo que decir algo: comer en Oviedo es sencillamente maravilloso. Colaboro con la ciudad y con los premios en lo que puedo. Ahora van a hacer una fundación para recuperar cine antiguo, y yo ayudaré encantado", asegura. Por lo pronto quiere rodar parte de su nueva película allí, aunque no tenga título todavía, simplemente porque le da la gana. "Por lo menos dos días, se lo debo; aunque tendría que modificar algo algunas situaciones, no importa. El mundo debería ver una ciudad así, aunque no quiero sacarla demasiado bonita, que lo vean en todas partes y que se estropee llenándose de turistas".

No sabe qué guión será. Está deshojando la margarita entre dos historias ya escritas. Lo que sí sabe es que su próxima película la rodará casi íntegramente en Barcelona el próximo verano. "Será con dos estrellas norteamericanas y otros dos actores españoles, aunque no hemos elegido quiénes todavía", cuenta el propio Allen. "Habrá que ver quién está libre para esas fechas", dice, lamentándose, como si fuera el último de la fila de los castings cuando hay varias estrellas de cualquier talla que darían un brazo por trabajar con él; que pagarían, poniéndonos en lo peor. "Estoy deseando rodar con un equipo español. Todo el mundo me habla maravillas y, por lo que he visto, debe de ser cierto. El cine español es técnicamente muy bueno. No hay más que fijarse en estas películas que ha hecho Javier Bardem, ésa sobre la eutanasia, Mar adentro [de Alejandro Amenábar], o la de aquellos parados que se pasaban el día filosofando, Los lunes al sol [de Fernando León], o las de Almodóvar. Por cierto, su última película, Volver, creo que es una de las mejores que ha hecho últimamente, como Hable con ella. Penélope Cruz está increíble. Mientras la veíamos le comenté a mi mujer: ¡parece Sofia Loren!".

Lo cuenta en la sala de proyección

de su estudio privado en Manhattan, el mismo sitio donde vio todas esas películas rodeado también de sus vinilos de jazz y otros géneros, que guarda como tesoros. Allí nos recibe un martes por la mañana, un tanto cansado después de haber hecho gimnasia, con su pantalón chino y una camisa blanca cómoda, sus gafas de pasta negra inconfundibles y su cabello pelirrojo recién duchado y no muy alarmantemente despeinado, aunque sí encanecido ya por los 70 años que lleva encima. Dos asistentes le ayudan en esa especie de escondrijo inadvertido en mitad del centro del mundo. Es el lugar donde ultima los detalles de preproducción de su nueva película española; donde también monta su última obra rodada en Londres, Cassandra's dream, mientras todavía medio mundo no ha visto Scoop, la comedia disparatada que se estrena esta semana en España y que sigue en su filmografía a Match point, esa obra maestra digna de un alumno aventajado de William Shakespeare. "En las tragedias, Shakespeare me parece genial, aunque en las comedias no me gusta tanto", apunta Allen, que durante toda su vida se ha sentido preso por otro aspecto de su vida desenfocado que tiene que ver con ese dilema.

"Me encanta la tragedia, y cuando se me ocurre alguna idea para ella, la desarrollo y la hago; pero mi don natural es cómico", confiesa el autor de filmes como Interiores, Delitos y faltas o Maridos y mujeres, que, según su colega español Fernando Trueba, es la película más violenta de los años noventa.

Por ambos caminos, por el

trágico y el cómico, Allen ha conseguido su sueño, aunque éste delate un aspecto más de su estado de traspié permanente: "Por fin soy un cineasta europeo". Sus tres últimos títulos componen la etapa londinense. En Match point y en Cassandra's dream ha desarrollado la tragedia de aroma shakesperiano, mientras que en Scoop, que se estrena esta semana en España, ha dado rienda suelta a su vena cómica para contar la historia de un periodista que hace un alto en el camino en su viaje al otro mundo y regatea a la muerte para dar una exclusiva, de la que se entera después de su entierro, a una joven colega que debe aprovecharla. En la refrescante Scoop, todo un catálogo satírico sobre los tics británicos más dignos de guasa, vuelve a aparecer Allen como actor -interpretando a un mago- junto a la bellísima Scarlett Johansson. La actriz, en pleno auge de su carrera, le ha cogido gusto al estilo Allen y repite con el director después de su arrebatadora aparición en Match point. Ambos se entienden bien. "Me apetecía hacer una comedia con Scarlett", asegura el cineasta.

Le ha gustado rodar en Londres: "Hemos rodado allí en verano; no hay mucha gente, el clima es mucho más suave que en Manhattan, los actores ingleses son una maravilla…". Ha sido una etapa cubierta por necesidad, pero Allen no parece guardar rencor a nadie. "Sencillamente, aquí en Estados Unidos no conseguía dinero para mis películas y me tuve que ir", confiesa. Con ello ha consumado una de sus grandes traiciones. ¡Rodar tres filmes seguidos fuera de Manhattan! A quien se le hubiese ocurrido hace diez años le habrían tachado de loco. Más cuando, en su etapa anterior, Woody Allen había conquistado a los productores de Hollywood y se alió con Dreamworks para hacer Granujas de medio pelo, La maldición del escorpión de jade y Un final made in Hollywood.

Pero sólo tres asaltos aguantó Allen con los todopoderosos ejecutivos californianos. Aunque quien viera Un final made in Hollywood comprendería fácilmente qué gran corte de mangas les hacía a los mandamases de la industria con cargo a su propio presupuesto. Cuando se lo preguntas, ríe maliciosamente. El caso es que aquella historia sobre un director de cine que se queda ciego mientras rueda una película en Hollywood -¡y la termina!- representó el hasta aquí hemos llegado del director con los grandes estudios.

¿Por qué? "Tuve mucha suerte cuando empecé a hacer cine. Me encontré con Arthur Crim y me lo dio todo, pero en los últimos años se ha producido un cambio muy grande en la industria", asegura Allen. "Las productoras de Hollywood han descubierto que pueden ganar 400 millones de dólares con una película. Que la estrenan un viernes, y un lunes ya tienen 50 millones en el bolsillo. Si pierden 100 millones con una, lo ganan con otra", analiza el cineasta. "Conmigo no invertían más de 15 millones de dólares, pero querían saber todo". Empezaron a hacerse los metetes con mucha diplomacia, al parecer. Pero antes de que ya se le hubieran colado hasta la cocina, el cineasta, un maniático de eso que llaman la libertad creativa, les paró los pies. "Me empezaron a decir que era un placer hacer películas conmigo, pero que por qué no les dejaba ver el guión, que por qué no les dejaba aconsejarme en el reparto…". Muy de diplomacia vaticana enrollada. Pero no se imaginaban la respuesta que les dio Allen. "Me decían que no querían ser solamente un banco, y yo les contesté: '¡Pero si eso es lo que sois! ¡Y lo hacéis muy bien!'. Les intenté convencer de que con eso me bastaba, y que de todo lo creativo ya me ocupaba yo. Así que rompimos amistosamente y se acabó".

Antes de comenzar su etapa londinense, Allen hizo dos películas más con productores independientes en Estados Unidos. Una de ellas, Melinda y Melinda, fue una auténtica vuelta de tuerca en su carrera. La historia de dos mujeres idénticas, una de ellas muy feliz y otra tremendamente desgraciada, representaba un alucinante desnudo creativo arriesgado, un experimento del que está orgulloso y que presagiaba la obra maestra posterior, la genial Match point; otra etapa, otro camino que además le saca de donde no había salido en décadas. "Melinda y Melinda lleva dentro lo que para mí es una batalla creativa constante entre la comedia y la tragedia". Pero no es la única dicotomía que todavía no ha resuelto. Otra es su identidad. Quizá por eso, su fascinación va en aumento, porque a los 70 años sigue sin encontrar respuestas. "Le decía que he conseguido lo que soñé, ser un cineasta europeo. Pero yo me siento al tiempo muy norteamericano. Me gustan los Hermanos Marx, el béisbol y el baloncesto, y también el jazz".

Esa contradicción, otro de sus aspec-

tos desenfocados, le convierte en una especie de marciano universal que nos observa y nos retrata con una precisión de rayo extraterrestre, a la altura de otros genios que él admira y que persigue, como Fellini o Ingmar Bergman -en Scoop hay un homenaje a El séptimo sello nada más empezar, cuando un muerto quiere sobornar a la dama de la guadaña-, o como Luis Buñuel, que también fue genial en su exilio mexicano. "Les admiro porque su arte es universal. La gente es la gente, y puedes hacer Match point en Nueva York, en Londres y en París. Hasta en Oviedo podría encontrar personajes parecidos. Al fin y al cabo, las personas de hoy no son tan diferentes; sobre todo en las grandes ciudades, que tienen teatros, restaurantes, museos, donde viven a toda velocidad, son cosmopolitas, sofisticadas, como en Barcelona. Por eso intento que mis historias cuadren en todas partes".

Los grandes honores, los merecidos reconocimientos, no se crean que alteran mucho la forma de vida tranquila y alejada de los bullicios que lleva Woody Allen desde siempre en Manhattan, esa isla que él ha retratado como un pintor expresionista y un poeta, como un escritor y un psicoanalista con habilidades para las descripciones sutiles, convirtiendo su ciudad en un fetiche y en una especie de meca para sus admiradores. Le cuesta vivir sin los lugares a los que acude regularmente, sus templos favoritos: "El Madison Square Garden, donde voy a ver el baloncesto; Central Park, el West Village [donde Allen, de joven, se ganaba la vida como cómico en los bares], la avenida Madison…".

Sea como sea, en Nueva York y fue-

ra de allí, él siempre se ha sentido borroso, como ese personaje suyo que interpretaba Robin Williams en Desmontando a Harry, un poco fuera de lugar y como de otra época, fantasmal. "Todo el mundo que conozco desea haber vivido en otro tiempo y ser otra cosa de la que realmente es. Yo ahora pienso que hubiera sido un gran novelista en otro siglo", dice el artista, sin que ese hecho tampoco parezca que le preocupe mucho.

Si triunfa en Europa no cautiva en Estados Unidos. Como él mismo dice en Wild man blues a sus padres cuando le insisten que tenía que haber abierto una farmacia: "A lo mejor tenéis razón y habría entrado más gente a la farmacia que a ver mis películas". Pero lo tiene asumido, y le resbala que alguien constate que ha visto Scoop en el único cine en que la exhiben en Nueva York, rodeada de otras salas con títulos extranjeros, con sólo cinco personas entre las butacas.

Su estilo no es de esta época tampoco. El cine que hace, para que se comprenda bien la auténtica dimensión que lleva encima, hay que verlo más de una vez. "Entiendo eso, asumo que mis películas son muy densas. Tienen mucho diálogo, los personajes son auténticos neuróticos, las relaciones entre todos son muy complicadas", afirma. Es algo que ha tenido presente y que le ha marcado desde siempre o más, desde que pasó de sus hilarantes películas de gags y parodia, las de la primera época de Toma el dinero y corre, Bananas, El dormilón o La última noche de Boris Grushenko, hasta la segunda etapa de su carrera, con Annie Hall y Manhattan, junto a esas películas de sombra oscura, como Interiores, Septiembre y Otra mujer, y aquellas en las que alcanza el clímax de su estilo, como en Hannah y sus hermanas o Maridos y mujeres, para después renegar un poco de sí mismo y buscar algo más en la mezcla de géneros, algo en lo que deslumbra y fascina con filmes como Balas sobre Broadway; la tiernísima y desarmante Poderosa Afrodita, donde juega con el teatro griego, o la gamberra adaptación de su estilo al mundo del musical, en Todos dicen I love you.

Por los alrededores de

Park Avenue se mueve Allen como una criatura sin rumbo, y accede a que le tomemos allí una fotografía apoyado en una farola. Pero baja de su estudio un tanto abrumado por miedo a que alguien le pare o le reconozca y tenga que despachar a sus fans en una situación incómoda. Aunque en Nueva York sabe que se encuentra a salvo de los cazadores de autógrafos. En la ciudad más cosmopolita de Estados Unidos, todo el mundo pasa inadvertido, hasta las celebridades. Allí es donde se siente seguro, y de no ser porque a su mujer, Soon Yi, le encanta viajar y ver mundo, de Manhattan no le movería nadie. Aunque ese tejemaneje, esa vida nómada a la que él asiste un tanto impasible, le ha dado a su cine y a su estilo cierto optimismo. "Si viajo y me muevo es por mi mujer. Lo hago por complacerla, disfruta con esas cosas, y yo ahora soy muy feliz también", dice.

A su forma positiva de ver las cosas no contribuye el Gobierno de su país: "En eso soy muy pesimista, no veo buenas señales. Esta Administración ha sido una de las peores en la historia de Estados Unidos, el liderazgo es tan pobre que no puedo imaginar algo peor", afirma Allen.

La música también le salva. "He viajado mucho, además, por las giras de nuestra banda en Europa. Ahora vamos a ir a Nueva Orleans a tocar para las víctimas del Katrina". Todos los lunes, como un ritual, la vieja panda, la Eddy Daves New Orleans Jazz Band, se reúne en el hotel Carlyle, en cuyo bar, Woody y su grupo especializado precisamente en el sonido de Nueva Orleans -"el más puro, el más auténtico y el que más nos gusta", asegura- tocan su repertorio de ragtime, música para desfiles y melodías del Misisipi, todos los lunes a las 20.45, para un público selecto que tiene que pagar 90 dólares solamente por entrar, aparte de lo que coman o beban.

Es el día grande del local. Por allí se dejan caer admiradores de todo el mundo que han reservado con mucha antelación. El Carlyle tiene un ambiente más internacional que el Saint Michel's Pub, donde Woody Allen tocaba con su banda hace años. Aquél era un local típicamente americano, más canalla. Pero el artista y sus compañeros de banda han cambiado las tartas caseras de queso y chocolate de aquel bar entrañable -también situado en la parte este de la ciudad- por la cocina internacional y más sofisticada de este hotel de lujo donde a todo aquel que llega sin reserva le piden nada más entrar, en la barra, la tarjeta de crédito, que queda automáticamente secuestrada por los camareros, por si las moscas.

Con antelación hay ya fotógrafos de todo el mundo, japoneses, franceses y españoles, parejas de recién casados y algunos americanos chics de esa clase media alta que él retrata tan bien en sus películas, donde no se ve nunca un pobre, si exceptuamos el marido borrachuzo de Mia Farrow en La rosa púrpura de El Cairo; el novio boxeador sonao que le busca a Mira Sorvino en Poderosa Afrodita; Cookie Williams, la prostituta sabia que le acompaña en su viaje al desparrame de Desmontando a Harry, o la familia atrapada en torno a la magia de su aparato herciano en Días de radio. Poco más.

El público le contempla a menos

de seis o siete metros, la distancia máxima que puede haber entre el escenario y el fondo del local, decorado con un fresco que muestra motivos mitológicos y musicales. Woody rara vez mira a la cara a sus fans durante la actuación; lleva el ritmo con las piernas cruzadas como en movimientos espasmódicos de cintura para abajo, y cuando no sopla el clarinete mira obstinado a un punto fijo en el suelo. A veces se arranca a cantar, pero siempre trata de esconderse entre la multitud, aunque irremediablemente quede a la vista de todo el mundo. Entra por la puerta de atrás, saca el instrumento de la caja y lo monta en la mesa que le tiene apartada su amigo John Doumanian, quien, junto con la hermana del artista, Letty Aronson, son dos de las personas de más confianza en su entorno más íntimo.

Al terminar sus casi dos horas de actuación, Doumanian le acompaña y trata de abrirse paso entre los admiradores. Todo muy sonriente y con excelentes formas, las mismas que despliega Allen en el vestíbulo del hotel, donde no deja que nadie se vaya sin un saludo, una foto, un autógrafo o una sonrisa tímida pero auténtica del artista. Ahí es donde uno comprueba por qué Woody sabe retratarnos tan bien a todos, con nuestras grandezas y nuestras miserias. Su actitud le delata con una transparencia cegadora. Simplemente le gusta hacer feliz a la gente, aunque para ello tenga muchas veces que recurrir a la tragedia y desenfocarnos también un poco a todos.

'Scoop', la última película de Woody Allen, se estrena esta semana en España. Más información sobre el director estadounidense en: www.woodyallen.com.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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