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Columna
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Fin de un secuestro

Andrés Ortega

El 11-S de 2001, unos terroristas secuestraron unos aviones y los estrellaron contra el World Trade Center de Nueva York y el Pentágono. El 12, empezó otro secuestro más conceptual, pero con enormes repercusiones: el de la política exterior americana a manos de un grupito, los neoconservadores, aprendices de brujo que llevaron, entre otras cosas, al desastre de Irak. Los electores americanos han puesto fin a este secuestro, aunque el desenlace sea aún incierto. Es verdad que personajes como Wolfowitz habían salido antes de la Administración, en este caso premiado con la presidencia del Banco Mundial, y Rumsfeld ha dimitido. Pero queda el jefe de la banda, aunque no aparente ser un neocon, Dick Cheney el vicepresidente que más poder ha tenido.

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Irak era un objetivo en sí, pero también parte de un plan para cambiar todo Oriente Próximo. Y lo han conseguido: la guerra ha desencadenado un movimiento telúrico, pero nadie sabe cómo acabará. Y pese al triunfo demócrata en las elecciones del pasado martes, ¿alguien sabe qué hacer con Irak? Bush tenía razón cuando meses atrás afirmó que este era un problema que ni él resolverá, ni siquiera su sucesor.

Bush busca "perspectivas frescas" ante esta guerra. Pero éstas no parece que vayan a venir de este 43 presidente y su Administración, sino de los que trabajaron con el 41, su padre, muchos de los cuales se opusieron públicamente a esa guerra, por las mismas razones que en 1991 EE UU no empujó hasta Bagdad. Como Bob Gates, ex director de la CIA con el 41, ahora sucesor de Rumsfeld en el Pentágono. También Baker, ex secretario de Estado y el gran arquitecto de la victoria del actual presidente Bush en 2000 en los tribunales, que preside el Grupo bipartidista (a la que pertenecía Gates) de Estudio de Irak, que ha de aportar ese esperado nuevo enfoque.

No deja de ser insólito, y sí prueba de su incompetencia, que la Administración del país más poderoso de la Tierra tenga que acudir a unos consejeros externos para saber cómo salir del lío en el que se ha metido y ha metido al mundo. Los demócratas sin grandes ideas respecto a Irak, salvo el "no es esto", tienen que andar con cuidado: las esperadas conclusiones del Grupo pueden atarles de manos.

En todo caso, aunque Bush siga hablando de la "victoria" como objetivo, ya no hay escenarios rosa para el final de la guerra de Irak, sino que la elección, en la medida en que existe, está entre el negro y el gris, siendo el eje de este último que no se rompa Irak. EE UU quiere reducir sus tropas allí, en un proceso de iraquización (¿recuerdan la vietnamización?) de la seguridad que ya ha demostrado que no funciona. Pero ¿está EE UU dispuesto a decir que se marchará de Irak? No es, todavía, lo que han pedido los electores ni en lo que piensan los demócratas, sino en un calendario de reducción de la presencia americana y de sus muertos. Washington no ha renunciado aún a su visión imperial de establecer bases semipermanentes en Irak. Es parte de su estrategia regional. En cuanto al petróleo, en diciembre el Gobierno iraquí (si el actual sigue existiendo) ha de aprobar la ley que abrirá las licencias de explotación del petróleo (Acuerdos de Producción Compartida) de las que se espera que las empresas americanas y británicas se lleven la parte de león.

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Lo que necesita Oriente Próximo es un cambio de enfoque. La Administración del 43 se ha concentrado en Irak e Irán, optando por no entrometerse en el conflicto entre israelíes y palestinos (algo más en Líbano), lo que ha dejado las manos libres -incluso vetando la condena del Consejo de Seguridad a la masacre de Beit Hanun- a Israel, con los desastrosos resultados que vemos. Es hora de volver a introducir este conflicto, con carácter prioritario, en la ecuación general para intentar si no resolverla, al menos encauzarla. Y de que los demócratas deshagan cuanto antes la legalización de la tortura y otros excesos de la legislación republicana. ¿Lo harán?

aortega@elpais.es

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