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El calamitoso premio de la Academia

Rosa Montero

Vivimos en un mundo lleno de premios. Premios literarios, musicales, sociales y de todo tipo. En nuestra sociedad los premios se multiplican como conejos, porque han pasado a formar parte del circo mediático, es decir, de las estrategias publicitarias. ¿Que se quiere promocionar una marca de whisky, por ejemplo? Pues nada, se instaura un premio fotográfico o deportivo y de este modo se conquista un pedacito de visibilidad en las noticias. Si seguimos así, dentro de poco recibir un galardón será una rutina social de casi obligado cumplimiento, de manera que los individuos carentes de premios se convertirán en unos bichos tan raros como aquellos que se obstinan en no tener teléfono móvil.

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Pensaba en todo esto el otro día leyendo El sobrino de Wittgenstein (Anagrama), un pequeño texto de Thomas Bernhard que es tan repetitivo, exasperante y alucinado como todos los libros de ese escritor, pero que también es conmovedor y dolorosamente divertido. Bernhard habitaba en la frontera de la cordura, en esa zona limítrofe en donde coexisten el tic maniático y la lucidez más absoluta. Sin duda le costaba mucho vivir y eso hacía de él un hombre quisquilloso y difícil. Pero también era un tipo de una sinceridad aterradora, porque su voz es la voz que llega de extramuros, desde las afueras de lo convencional.

Y así, en El sobrino de Wittgenstein Bernhard cuenta su hilarante y esperpéntica experiencia con los premios, y sobre todo con el Grillparzer, otorgado por la Academia de Ciencias de Viena. Para Bernhard los premios, todos los premios, eran en realidad una humillación, una cosa "abyecta y despreciable", entregados por personas "siempre incompetentes que quieren defecar en la cabeza de uno". Para peor, "están en su perfecto derecho de defecar en la cabeza de uno, si uno es tan abyecto y tan bajo como para aceptar su premio". Pese a esta opinión tan extremista y destemplada, a Bernhard le emocionó el Grillparzer: "Que los austriacos, mis compatriotas, que hasta entonces sólo habían hecho caso omiso o burla de mí, me dieran de repente su más alto premio, lo consideraba como una reparación definitiva". De manera que se fue a comprar un traje nuevo, y se lo puso, y se dirigió a la Academia emocionado como un novio y acompañado de su amada (37 años mayor que el escritor) y de un amigo.

La cosa empezó fatal, porque no había nadie esperando para recibirle ("como es debido y con el necesario respeto", dice él) en la puerta del edificio. Aguantó Bernhard a pie firme en la puerta un cuarto de hora, sin que nadie le reconociera, mientras la sala se iba llenando de gente. Al final decidió entrar y sentarse aviesamente con los suyos en unos sitios libres que quedaban justo en mitad de la abarrotada sala. La ministra de cultura ya había llegado y estaba instalada en la primera fila, los músicos de la Filarmónica probaban nerviosamente sus instrumentos, el presidente de la Academia iba desesperado de acá para allá y el acto no empezaba, "y nadie, salvo yo y los míos, sabía por qué no comenzaba la ceremonia", dice con malicia el escritor.

De pronto, uno de los académicos, que estaba en el estrado, descubrió a Bernhard en mitad de la sala y bajó a buscarle. El hombre tuvo que levantar a toda la fila para acercarse hasta el galardonado y decirle que ése no era su sitio y que por favor fuera a sentarse en la primera fila junto a la ministra. Pero a Bernhard le pareció que usaba un tono arrogante y se negó a moverse si no venía a rogarle el mismísimo presidente de la Academia. Cosa que por supuesto el presidente hizo. Con todo este trajín tuvieron que molestar repetidas veces a las personas sentadas en la fila. Tras este grotesco y desternillante prólogo se celebró por fin el acto, y hubo discursos, y la ministra se durmió (Bernhard dixit), y le entregaron el maldito premio. Y al acabar la cosa, "se arremolinaron en el estrado tantos como pudieron alrededor de la ministra y del presidente de la Academia. A mí nadie me hizo ya caso".

En toda la queja del escritor hay algo de niño pequeño e insoportable, de dignidad precaria y malherida. Pero también hay una aguda y embarazosa percepción de la falsedad de los fastos de este mundo. Al contrario que a Bernhard, a mí me encantan los premios y me entusiasmaría recibirlos a montones: no sólo halagan, sino que además apaciguan la inseguridad. Pero es verdad que en el fondo de toda ceremonia palpita cierta convencionalidad, cierta irrealidad, cierto resabio de impostura. Y el primer impostor es uno mismo.

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