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Reportaje:

Isabel II desaira a su heredero

La decisión de la reina de Inglaterra de no asistir a la boda civil de Carlos y Camilla deja perplejos a los británicos

El mal fario de la familia real británica no parece tener fecha de caducidad. El rosario de contratiempos que rodea a la anunciada boda entre el heredero de la Corona, Carlos, con su amante de toda la vida, Camilla Parker Bowles, ha subido de tono con la súbita decisión de la reina Isabel II de no asistir a la boda de su propio hijo. La explicación dada, que la reina quiere contribuir con su ausencia a que la ceremonia tenga un perfil bajo, ha dejado perplejos a los británicos y ha desatado una ola de hilaridad generalizada. La confusión en torno a la boda es tal, que el Gobierno tuvo que aclarar ayer que, a su juicio, se ajusta a la ley.

"Desaire de la reina a la boda de Carlos", abría su portada The Daily Telegraph. "La reina desaira la boda", coincide el Daily Mail. "Zambombazo real: La reina no irá a la boda", exclamaba The Sun. Incluso The Independent, que suele ignorar a la familia real, dedicaba toda una página al asunto. Carlos tuvo que salir ayer al paso de la incredulidad general para asegurar a través de sus portavoces que se encuentra "feliz" a pesar de la ausencia de su madre la reina y sumarse a la tesis oficial de que se trata de tener una boda discreta.

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Pero la explicación casa mal con el desarrollo cronológico de los hechos. Nada más anunciarse que Carlos y Camilla iban a casarse el 8 de abril en una ceremonia civil en el castillo de Windsor, seguida de un acto de bendición religiosa en la capilla, se hizo saber también que la reina enviaba a los contrayentes sus "más calurosas felicitaciones" y que estaba encantada de que el enlace se celebrara en su casa. Estaba tan feliz que le regaló a su hijo el anillo de compromiso que éste ofreció a Camilla, una joya de alto valor económico (medio millón de libras) y sentimental: pertenecía a la desaparecida reina madre.

Pero la felicidad de la reina por ver a su hijo legalizar una cohabitación cada vez más problemática, tiene límites. Y éstos están asociados, una vez más, a la altanería de los Windsor. Cuando ya se habían anunciado los detalles de la boda, los asesores reales descubrieron que si pedían autorización para celebrarla en el castillo, éste debía quedar obligatoriamente abierto a todas las parejas que quisieran casarse allí en los siguientes tres años. Se decidió trasladar el enlace al menos regio Consistorio local. Ahora la reina cree que su presencia allí daría al enlace un realce excesivo y prefiere esperar a los novios en casa, para acompañarles al acto religioso en la capilla de San Jorge y al ágape posterior. Confirma así la imagen que de ella tienen muchos británicos: fría como persona, profesional como monarca.

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Un portavoz de la corte recordó ayer que la reina no siempre asiste a las bodas de la familia. En realidad, la única de familia real que se ha perdido es la de una sobrina segunda, lady Davina, hija del duque de Gloucester, su primo. La boda se celebró el año pasado en la intimidad del palacio de Kensington, a dos pasos de Buckingham.

Los azares de la boda de Carlos y Camilla no acaban en la intendencia. El ministro de Justicia, lord Falconer, tuvo que enviar ayer un escrito al Parlamento para aclarar que el Gobierno considera legal que el heredero se case en segundas nupcias por la vía civil. Algunos expertos consideran que una ley de 1836 lo impide. Otros creen que esa ley quedó abolida en 1949 y que posteriores leyes de protección de los derechos humanos avalan también la boda civil de Carlos y Camilla. Bastaría con aprobar por vía de urgencia una ley de apenas dos líneas para aclarar el embrollo y evitar el peligro de un proceso judicial a posteriori. Pero eso obligaría a convocar un debate parlamentario en el que no todos los diputados harían patrióticos cánticos a la monarquía.

El príncipe Carlos y Camilla, ayer en su residencia de Londres.
El príncipe Carlos y Camilla, ayer en su residencia de Londres.REUTERS

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